miércoles, 23 de noviembre de 2011

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO. QUEREMOS QUE CRISTO REINE SOBRE NOSOTROS

Hoy celebramos en la Iglesia Católica la solemnidad litúrgica de Jesucristo, Rey del universo. Termina así el Año litúrgico y en seguida se inicia de nuevo con el Adviento. Y hoy también, 20 de noviembre de 2011, en España celebramos las elecciones nacionales para decidir las autoridades políticas en el Congreso y el Senado. Hago con esta ocasión unas consideraciones breves, pues ya sobre Católicos y política en este mismo blog he escrito una serie de artículos bastante amplia (95-125).
 
En relación a Dios y a su Cristo hay dos mundos enfrentados. El Vaticano II nos lo recuerda: «a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (Gaudium et spes 37). Y no es muy difícil llegar a discernir quiénes están por el lado de las tinieblas y quiénes por el mundo de la luz.
Sin Dios: «no queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Es el planteamiento del liberalismo y de todos sus hijos, como por ejemplo el socialismo, el comunismo, las partitocracias modernas y las dictaduras personalistas o de partidos. En ese mundo mental se cree que solamente cuando los hombres se gobiernan sin dependencia alguna de Dios –y de Cristo–, y del orden natural, alcanzan la libertad. La libertad humana solamente es libre cuando es totalmente auto-noma, es decir, cuando es única norma-de-sí-misma.
Este mundo, como dice San Pío X, piensa que «la razón humana, sin tener en cuenta para nada a Dios, es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de sí misma; y bastan sus fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos» (Syllabus 1864, 3). Puede considerar el aborto como «un derecho» y la unión entre homosexuales como «un matrimonio», etc. Puede decidir y hacer lo que se le antoje, destruyendo así las naciones, falsificando su historia, quitándoles su identidad nacional, rompiendo en trozos su unidad, acabándolas incluso demográficamente, corrompiendo su vida económica, embruteciéndolas con normas educativas perversas, etc. El Estado, pisoteando en todo el principio de subsidiariedad, se hace una Bestia apocalíptica que todo lo sujeta a su imperio para malearlo: la educación y la sanidad, las leyes, los medios de comunicación, las instituciones. La Bestia ayuda y financia a los suyos, a los que aceptan en la frente y en la mano su sello, y oprime y asfixia a aquellos que la resisten en el nombre de Jesús (Apoc 12-13).
Con Dios: «es necesario que Cristo reine» (1Cor 15,25); y por eso los cristianos queremos «instaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Diariamente, con una esperanza invencible, oramos los cristianos desde hace veinte siglos, «ven, Señor Jesús. Venga a nosotros tu Reino». ¿Y cómo pretendemos llevar adelante nuestro intento? Por la evangelización de los hombres y de los pueblos, por la iluminación en Cristo del pensamiento, del arte, de la cultura, de la educación. Por el combate contra las mentiras y las corrupciones. Por la acción política directa. Como es bien sabido, el Concilio Vaticano II exhortó con especial fuerza a los laicos cristianos para que con la fuerza de Cristo se empeñaran en transformar «las realidades temporales» del mundo.
Los cristianos laicos están llamados a «evangelizar y saturar de espíritu evangélico el orden temporal, de modo que su actividad en este orden sea claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres» (Apostolicam actuositatem 2). «Hay que instaurar el orden temporal de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana» (7). «A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (Gaudium et spes 43).
Sin embargo, es patente que, al menos en las naciones de antigua filiación cristiana, la desmovilización de los laicos en la actividad política es prácticamente total. Y que desde el siglo IV nunca el influjo del pueblo católico ha sido menor en la configuración del mundo social y político. Este fenómeno, que ha de considerarse tremendamente negativo, nada tiene que ver con el Concilio Vaticano II. Justificar la total desmovilización de los cristianos en la acción política atribuyéndola a las orientaciones del Concilio solo es posible con una desfachatez enorme. No es eso en modo alguno lo que enseñó y quiso el Concilio.
El Vaticano II quiso que «los laicos coordinen sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas las cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes» (Apostolicam actuositatem 7). Las Autoridades eclesiásticas y los líderes laicos empeñados en que no se coordinen los cristianos en orden a la acción política actúan en contra de la voluntad de la Iglesia, expresada largamente en su doctrina.
La Iglesia quiere hoy, como siempre, que Cristo sea reconocido como Rey y Salvador, y que todos los hombres y naciones caminen a su luz. No va a procurarlo tratando de imponer el Reino en las sociedades de forma violenta. Para el pueblo cristiano no se trata hoy de batallas armadas, como las grandes y gloriosas victorias de Poitiers, las Navas de Tolosa, Lepanto. Se trata hoy de que los «laicos coordinen sus fuerzas» para procurar el Reinado de Dios en combates espirituales y apostólicos, ideológicos y políticos. Y políticos, sí. Han de ayudarse y promocionarse empeños llenos de amor a la nación, de abnegación y de esperanza. Intentos bien organizados, que ponen los medios necesarios para alcanzar los fines pretendidos. Existen hoy, pocos y mínimos, algunos de estos intentos, pero sin un apoyo claro y fuerte de la Iglesia no tienen ninguna posibilidad de ir adelante.
 
La Santa Iglesia, Mater et magistra, sabe perfectamente que sin-Cristo o contra-Cristo ni el hombre ni las naciones pueden conseguir la salvación ni en este mundo ni en el otro. Benedicto XVI, recientemente (18-VIII-2010), afirmaba que «el Pontificado de San Pío X ha dejado un signo indeleble en la historia de la Iglesia, caracterizado por un notable esfuerzo de reforma, sintetizada en su lema Instaurare Omnia in Christo, renovar todas las cosas en Cristo». Omnia: también por supuesto la vida cultural, social y política.
 
Hoy en España vencen en la vida política los que quieren realizarla sin ninguna sujeción a Dios. Ni siquiera su santo Nombre puede ser pronunciado públicamente en el campo político, y menos aún el de Jesucristo. Hoy se proclaman diputados, senadores y gobernantes aquellos que creen que un régimen político debe buscar el bien común –la paz, la unidad, la prosperidad– sin referencia alguna pública a Dios, a Cristo y al orden moral natural. Esa vinculación con Dios, si se da, debe tener únicamente una condición privada y personal.
 
Hoy la Iglesia en España y en todo el mundo celebra en su liturgia a Jesucristo como Rey del universo. A él le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Ya recién nacido Jesús, Dios le ha concedido un Reino que no tendrá fin. Su reinado es un reinado perpetuo, su gobierno va de edad en edad. El es el primogénito de toda criatura, pues todo ha sido creado por Él y para Él, y todo subsiste en Él. Es el príncipe de los reyes de la tierra y nos ha convertido en un reino para Dios, su Padre. Todos los pueblos vendrán finalmente a postrarse en su presencia. Y entonces Dios será todo en todas las cosas. Amén, amén, amén.
 
José María Iraburu, sacerdote

sábado, 19 de noviembre de 2011