El Sacerdote, por la dimensión eclesiológica queda ligado a la Iglesia en tanto siervo y esposo. Con amor de vasallo y de cónyuge, con entrega leal y nupcial, fiel y fecunda, sin concesiones ni dudas. Unido por su incardinación a una tierra particular y a un tiempo propio, más sin perder de vista la universalidad y la eternidad. Su autoridad es servicio y sacrificio, no homologación de potestades con los fieles. Y la razón de su preeminencia es la primera razón de su entrega generosa hacia el prójimo.
La identidad del sacerdote, es su ser en la Iglesia y en la mística inefabilidad del Dios Uno y Trino. Tiene también el Sacerdote su espiritualidad inherente.
La condición misionera, exigiéndose a la evangelización cada día, como heraldo de la esperanza. El carácter militante, enfrentando y venciendo el desafío de las sectas y de los cultos falaces, con una catequesis madura y completa. La capacidad de oración, de mortificación y de vida contemplativa, uniéndose al Señor en Getsemaní para continuar después Su Resurrección Victoriosa. El celo pastoral hacia su grey, el testimonio de la Palabra, la donación entera y sin retaceos, la predicación del Magisterio.
La espiritualidad sacerdotal no se edifica sino en la Eucaristía, hincado frente al Sagrario para poder permanecer de pie junto a los hombres. No se aquilata sino en la confesión, inclinándose con misericordia de samaritano sobre las heridas del espíritu. No se enriquece sino en la pobreza y el desapego, en la obediencia y en la castidad. Espiritualidad robusta e intacta que se traduce en los gestos y en el habla, en el silencio y en el hábito talar. Y en la devoción a la Santísima Virgen María, recibiendo como personales, las palabras dirigidas a Juan desde la Cruz: “Hijo, he ahí a tu Madre”.
Espiritualidad en suma, alejada de pietismos como de concesiones mundanas, y esculpida en la reciedumbre y en al varonía, que da la decisión serena y libre de escoltar al Señor hasta alcanzar el Reino de los Cielos.
Toca al fin el directorio, la tercera cualidad que jerarquiza y distingue al sacerdocio: su formación permanente. Que ha de ser completa y sin fisuras – encarada como vía de santificación antes que de profesionalismo – y ordenada a la apologética y a la crianza espiritual de los fieles, sobre todo de aquellos que se sienten volcados al Orden Sagrado. Formación reacia a las vanas novedades y respetuosa de la Tradición; lejos del todo de viejas y modernas herejías, próxima a la Fe inaugural y final, que no conoce ocaso ni muda de significados.
(Sermones Patrióticos: Prólogo Dr. Antonio Caponnetto)
Se es patriota cabal de la nación que no ha dado su ser histórico, sólo cuando se empieza por clavar el ancla del alma en el paisaje celeste. “Nuestra ciudadanía nos viene del Cielo” (Fil. 3, 20).
Monseñor Berteaud escribía: “No hay derecho a proscribir lo sobrenatural de la vida de una nación, pues es como exiliar al alma del cuerpo, a la gracia de la naturaleza, al Ángel de nuestros pasos. Y cuando esto ocurre, los países caen desplomados y se tumban sin sentido”.
Ni la clase ni el partido, ni la raza ni la geografía son razones suficientes y lícitas de un recto nacionalismo. Sólo el afán de construir la Cristiandad en el tiempo y en el espacio en que hemos sido plantados. Sólo el combate por instaurar en Cristo los límites visibles e invisibles de la argentinidad.
La Argentina. La que fundaron los Reyes Católicos con un gesto imperial y misionero. La que expulsó al hereje y tributó sus estandartes a los pies de María. La que eligió los colores de su manto para tener bandera. La que escaló los Andes para mirar más alto la independencia de América. La que alistó a sus gauchos para servir de antemural y de baluarte, de fuerte y centinela. La Argentina de Hernandarias y Saavedra, de San Martín y Dorrego, de Güemes y Belgrano. La que fue estrella federal con Don Juan Manuel de Rosas, Caudillo de caudillos y último Príncipe Cristiano. La de los montes tucumanos enfrentando a los rojos en Manchalá, Acheral o Lules, sin que arrepentimientos mendaces puedan rozar ahora la hazaña que ayer tejieron con sus vidas nuestros soldados. La Argentina del 2 de abril, con sus caídos, gloriosos en el suelo entrañable de Malvinas.
El ideal presentado es un modelo de vida… ¡Cuántos modelos falsos nos presenta el mundo de hoy! En otros tiempos, la Iglesia tenía sus modelos y la Patria los suyos: la Iglesia presentaba a los santos, no solamente para que fueran intercesores delante de Dios, sino para que fueran ejemplos de vida. La santidad y el heroísmo, el coraje combatiente y militar en los héroes de la Patria, el coraje y el espíritu de sacrificio en los santos de la Iglesia. La santidad y el heroísmo tienen el estilo religioso de Dios, el estilo militar de vida.
Cuando un pueblo es arrastrado por sus gobernantes hacia la corrupción, cuando el espíritu de la Nación es prostituido por la degradación de sus jefes y responsables, no queda otro camino para la reconquista que el de la Cruz y del Martirio. Para las naciones, como para los hombres, el camino de la Resurrección debe pasar por el Calvario.
(Sermones Patrióticos: R.P. Alberto Ignacio Ezcurra Uriburu)
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