miércoles, 20 de marzo de 2013

CARTA ABIERTA A SU SANTIDAD BENEDICTO XVI, OBISPO EMÉRITO DE ROMA


Mi dulce Benedicto, son días extraños los que estamos viviendo Hay un ambiente extraño por todos lados. Aún no puedo reponerme de su triste despedida en ese helicóptero que nos lo separó de la vista pero no del corazón.

La euforia en la que nos vemos sumergidos es tan grande, el mundo parece repentinamente en la conversión. Tal vez sea así, eso espero. Sin embargo, yo, yo no puedo ser feliz.

No importa. Pero trato de indagar el por qué. Esta noche, he intentado buscar un poco de luz para mi corazón. Por desgracia, al no tener su santidad, no puedo vivir todo esto en la paz y la serenidad de mente que usted siempre nos ha mostrado, aún en medio de los ataques y humillaciones más recias. ¡Cuántas humillaciones para su corazón de Padre!

La causa principal de este mal ánimo es mi ingratitud. Ciertamente es el mal más evidente de toda persona, y es el principal mal que nos hace menos humanos. Estamos eufóricos en estos días de "redescubrimiento" de la pobreza, y, ni siquiera ya, pensamos en usted, que en este momento es el más pobre de todos.

Usted ha elegido la soledad y el silencio, usted no quiere mostrar su pobreza al mundo. Porque usted, no ha querido hacer bandera de sus virtudes ante el mundo. Usted ha puesto sus virtudes al servicio de todos nosotros y de la Iglesia de Cristo. Sus virtudes se han desplegado en un modo tan discreto e impersonal hasta hacerlas no parecer "suyas"...

Cómo somos ingratos y poco amables en nuestras mezquinas comparaciones!!

Le confieso que su decisión de renunciar al Pontificado me ha tentado, por un momento, de considerarlo a usted como un cobarde. Como Pedro en la leyenda del "Quo vadis", huyendo de la Cruz... En cambio, en estos días refulge la grandeza de su decisión. Y esta elección se ve clarificada, pero de modo invisible, por su elección de esconderse en Cristo y en la clausura.

Cuánta grandeza, cuánto coraje! Ningún amor propio. Sólo la Cruz. Sin embargo, nosotros seguimos haciendo comparaciones. Ya las habíamos hecho con su amado predecesor Juan Pablo II, nosotros "comparábamos" y usted, Santo Padre, escribía silencioso páginas memorables del Magisterio de la Iglesia.

Un Magisterio límpido, claro, que suscitaba nuestra sed de encontrarnos con la Verdad que es Cristo, con una Verdad Bella, radiante y musical.

Y seguimos, ahora en la euforia, haciendo comparaciones, mientras usted con su voluntaria ausencia, escribe la encíclica más bella. La encíclica sobre la humildad. Hoy es su onomástico, mi amado Benedicto. Le pido perdón por mi ingratitud, pero sobre todo por mi falta de Fe.

Le deseo días felices, me empeñaré en ser un mejor hijo para nuestro Papa Francisco, mejor de cuanto lo he sido para usted.

En el Corazón de Jesús!

RECEN POR MÍ


A propósito del Nuevo Pontificado

Dios primero y mi hogar después, son testigos de la cantidad innúmera de personas que me solicitan alguna opinión orientadora sobre lo que acaba de suceder en la Iglesia. Esos requerimientos, en algunos, toman el modo de una dolorosísima y apremiante necesidad de discernir cuanto ocurre y de obrar en consecuencia. En otros bordea la desesperanza y la angustia, desaconsejables compañías si las hay. Y aunque en todos los casos he recomendado oración, espera silenciosa, vigilia cauta y fortaleza –y sobre todo, aguardar con paciencia el curso de los primeros tiempos del nuevo pontificado- tanto desasosiego junto percibido en unos y en otros me obligan a hablar, siquiera provisoriamente y sin mengua de futuros retoques a cuanto ahora escribimos.

            Sé bien que la razón principal de esta demanda amistosa de la que soy objeto, no se debe a ninguna especial facultad mía, ni a contarme yo entre los especialistas en la disciplinas propias de los clérigos; sino al hecho por todos conocido de haberme visto obligado a mantener con el Cardenal Bergoglio un doloroso y sistemático disenso, dejando documentadas mis acusaciones a sus múltiples desvaríos y yerros en un libro editado en Buenos Aires, en el año 2010, bajo el título La Iglesia Traicionada. Si ésta es la causa singular por la que puede revestir algún interés que haga públicas mis primeras reflexiones, queden asentadas a continuación.

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         1º) Será tarea de los teólogos de la historia más eminentes, discernir con solvencia si el Cónclave que eligió al Papa Francisco estuvo  iluminado y movido por la inspiración del Espíritu Santo, como la fe nos lo señala; o si por alguna razón que ahora ignoramos, los Cardenales electores fueron engañados, resultaron objeto de alguna extraña manipulación, o cerraron su entendimiento a la lumbre del Paráclito. “La nube cubrió el Tabernáculo de la Reunión, y la gloria de Yahvé llenó la Morada”, dice el Libro del Éxodo (40,34). Pero esa nube sólo puede ser vista cuando los ojos son el espejo que reflejan “el fuego de la noche” que pone en marcha a los creyentes fieles. La Nube, según la metáfora veterotestamentaria, puede hacerse visible, pero no todos los ojos pueden tener la misma visibilidad.


          San Ignacio de Antioquía ve a la Iglesia como una casa, en la cual, el maderamen que la sostiene es la Cruz de Cristo, y el Espíritu Santo como la maroma que la alza (Carta a Éfeso, IX,1). Mas para contemplar dócilmente a la maroma—dulcis hospes animae— el alma debe estar a la escucha (1 Sam 3,10), existiendo la dramática posibilidad de que no se perciban las cosas del Espíritu, como lo notó San Pablo en el capítulo segundo de la Primera Carta a los Corintios. Son, pues, cosas diversas las que conviene distinguir desde el comienzo. Una la presencia del Espíritu Santo, que no osaríamos negar. Otra la recepción del mismo por parte de los electores, que pudo haber estado parcialmente eclipsada, por los motivos que la misma Escritura advierte. Por eso Malachi Martin, desde los renglones iniciales de su obra El Cónclave Final,advierte con el Libro de la Sabiduría (9,14-17), que si no se está atento al Espíritu, “las deliberaciones de los hombres son indecisas y sus resoluciones precarias”.


         Entiéndase que la duda aquí planteada que bien quisiéramos que no fuera duda alguna— tiene su razón de ser, no en el cuestionamiento de la asistencia de la Tercera Persona Trinitaria en el Cónclave, ni en la valía moral de quienes se aprontaban a ser movidos por Él, sino en la incertidumbre sobre la ciencia, la serenidad y la prudencia de este específico Cardenalato para signar a la persona indicada. Humanamente consideradas las cosas —y no es ilegítima esta consideración— la conducta de los electores estuvo condicionada por la circunstancia inédita y atípica de tener vivo al Papa al que había que reemplazar. Y reemplazar tras una decisión abdicatoria que aún hoy siembra inquietudes, suspicacias e interrogantes. Ponerle fin a la vacancia de la sede, con un Papa honorario o emérito que orando vigila y aguarda, no es ni ha sido hasta hoy el clima habitual de los Cónclaves.


         Al tiempo que escribimos estas líneas, el 15 de marzo, el Papa Francisco le ha dicho a los miembros del Colegio Cardenalicio en la Sala Clementina: “Es curioso: yo pienso que el Paráclito da todas las diferencias en las Iglesias y parece como si fuera un apóstol de Babel”. Estremece tamaña denotación y referencia al Paráclito, a escasas horas de una acción directa del mismo sobre el cuerpo colegiado que lo invistió sucesor de Pedro. Si cabe la posibilidad de que algunos o muchos perciban a la Tercera Persona como apóstol de Babel, no se pecaría de audacia concluyendo en que, entonces, algo soterrado y anómalo pudo suceder en este Cónclave. Permita el Señor que muy pronto tengamos que disipar este dilema con la certidumbre de que no hubo yerro alguno entre los Cardenales. Lo permita el Señor, trayendo frutos benditos de este nuevo pontificado, pero no cerremos los ojos los hombres porque la realidad sea dura de contemplar. Negarse a una lectura parusíaca de lo que acaba de suceder, por temor a quedar como un orate de exégesis privadas, puede conllevar el riesgo de negar la existencia misma de los Ultimos Tiempos, y de los sucesos especiales que los caracterizarían.


         2º) Haga lo que hiciere a partir de este momento el Papa Francisco —y esperamos que todo lo santo y sabio sepa hacer— es imposible omitir o ignorar que el hombre que acaba de llegar a la silla petrina arrastra concretos, abultados y probadísimos antecedentes que lo sindican como un enemigo de la Tradición Católica, un propulsor obsesivo de la herejía judeocristiana, un perseguidor de la ortodoxia y un adherente activo a todas las formas de sincretismo, irenismo y pseudoecumenismo crecidas al calor de la llamada mentalidad posconciliar.


         Si a quienes no han tenido ocasión de verificar estos graves cargos —sumables a otros, largos de enunciar— lo antedicho pareciera desmesura o apriorismo, sirvan de inocultables pruebas a posteriori las adhesiones a su pontificado llegadas en estos mismos días desde los cabezales del Modernismo, desde las altas y siniestras logias hebreas, como la B’Nai Brith, o desde el templo mayor de la masonería argentina. Documento único en su género este último, en el que la sede local de la Sinagoga de Satanás, con la firma del Gran Maestre Ángel Jorge Clavero, y fechando lo dicho el 13 de marzo, por primera vez se congratula con el nombramiento de un Obispo de Roma. Que rabinos, cabalistas y masones estén de parabienes, y hasta compitan en prontitud por hacer llegar sus adhesiones al nuevo Pontífice, es un aval indeseable que debería preocupar a todo bautizado fiel. Tampoco es una señal tranquilizadora que ministros del culto israelita llamen “mi Rabino” al Papa Francisco, mientras reconocidos representantes del progresismo religioso más radicalizado —como Küng o Boff— ofrezcan su beneplácito en forma ostensible. Si la complacencia o el silencio de Roma es la única respuesta a este sinfín de adhesiones tenebrosas, la responsabilidad no está sólo en quien respalda sino en quien se deja respaldar.


         En consecuencia, no se necesita acudir a ninguna teoría conspirativa para dar como hipótesis razonablemente válida que estas fuerzas, sempiternamente comprometidas en la disolución de la Fe Verdadera, pudieron haber tenido algún papel protagónico, tanto en la abdicación de Benedicto XVI, primero, como en la elección del Cardenal Bergoglio, después. De hecho, durante su largo ministerio como Pastor de la Argentina, dichas fuerzas antagonistas de la Cristiandad fueron sus públicas y visibles amistades, a la par que se marginaba, menospreciaba y castigaba a la filas defensoras de la ortodoxia católica. La comprensible debilidad humana hará que muchos de estos perseguidos y damnificados por el Cardenal Bergoglio, callen ahora; o algo más serio: simulen congratulaciones. En esto, al menos, nosotros no podemos callar ni fingir. Otros dirán que nada se gana con recordar ahora las muchas inconductas pasadas del prelado en cuestión. No es cierto. En su Introducción a la monumental Historia de los Papas, Ludovico Pastor, enseña con la autoridad que le compete, que “no hay conflicto con la ley de la fama, al escribir [sobre los Pontífices] las cosas malas pero verdaderas que en su tiempo fueron públicas”,mientras se sostenga “con suficiente causa, a saber, en cuanto lo requiere la integridad de la historia”.


         3º) Si como bien se ha repetido en estos días, el Cardenal Bergoglio ha muerto para dar paso al Vicario de Cristo, llamado escuetamente Francisco; si Dios opera el milagro —tantas veces mentado— de sacar agua de las piedras y de convertir, una vez más en la historia, a Mastai Ferreti en el insigne Pío IX; si el Señor sabe escribir derecho con renglones torcidos; pues todo esto lo creemos, esperamos y rogamos, sin ceder a tentaciones extremosas ni a posturas eclesiológicas extravagantes. Todo esto lo pedimos con fe inquebrantable, puesto que el milagro y el misterio están en la vida misma de la Barca. Nosotros creemos en el milagro. Pío  IX, renunciando virilmente al escandaloso daño que hizo en sus primeros tres años de pontificado, supo al fin forjar “una página de historia escrita a los pies del Crucifijo”, según sintetizó Jacques Crétineau-Joly. No hay porqué suponer que Dios declaró clausa esta posibilidad histórica.


         Pero también es católico leer el Libro del Apocalipsis. Y en el capítulo trece se describe a dos fieras, del mar la una, de la tierra la otra, que a su turno, y desde ámbitos distintos aunque complementarios, coadyuvan al triunfo del Anticristo. Contestes están los hermeneutas, y citamos por lo pronto a Straubinger —quien a su vez remite a los Padres— en que esta fiera terrena tiene mucha semejanza con el pastor insensato del que habla Zacarías (Zac. 11,15); en que podría tratarse de “un gran impostor que aparece con la mansedumbre de un cordero”; en que no sería otra cosa, al fin, más que un falso profeta al servicio de la Bestia.


         Pieper dice que esta fiera representa la Propaganda Sacerdotal del Anticristo; y de sobra es sabido que el padre Castellani sostiene que tiene un carácter religioso, sin excluir la dolorosa posibilidad de que se trate de un personaje individual mitrado, un Pseudoprofeta de una Religión Adulterada. Recientemente, y entre nosotros, fue Federico Mihura Seeber el que le dedicó pensadas páginas a escudriñar la naturaleza de esta Fiera, considerándola como aquella que le sirve de profeta, o propagandista o maestro de ceremonias, o Sacerdote o Pontífice de El Anticristo. Está dicho en su libro homónimo, que tuvimos ocasión de presentar durante al año 2012.


         Expliquémonos sin elipsis en tema tan arduo. No estamos diciendo ni sugiriendo que el Papa Francisco sea la Fiera Terrena que columbró San Juan. Estamos diciendo que tan católico es confiar en que la Divina Providencia puede hacer de un heterodoxo al Papa del Syllabus, como tener en cuenta que, alguna vez, un Falso Profeta puede acarrear a la perdición desde un alto sitial religioso. Y que ese “alguna vez” no puede excluir nuestro presente, sólo porque nos aterre la sola idea de protagonizar el final. Quienes quieran confiar en la conversión del Cardenal Bergoglio, y consecuentemente a la rehabilitación de la Esposa, tan maltrecha hoy, nos encontrarán entre los suplicantes confiados y firmes. Es más, si como es deseable y previsible,tal conversión se probara por los frutos, nos encontrarán entonces al servicio incondicional y gozoso de Francisco. Pero si los frutos trajeran la desgarradora noticia contraria, no habremos dejado de ser católicos por recordar la profecía joánica, y obrar en consecuencia, resistiendo al mal desde el pequeño rebaño. Como no dejó de ser católico el Padre Julio Meinvielle cuando, en su obra La Iglesia y el Mundo Moderno, retrató los pasos de la Revolución Anticristina dentro de la Iglesia, anunciando su penetración en las obras y el pensamiento, hasta provocar una verdadera dislocación interior.


         Tanto se peca contra la mirada sub specie aeternitatis si nos negamos a considerar que la gracia de estado puede hacer prodigios, aún en un hombre contrahecho; como si nos negamos a considerar que la revelación divina contenida en el Apocalipsis es tema que no nos compete aquí y ahora. Por eso nos sobresaltó tanto una noticia menor, aparecida en la página segunda del periódico La Nación, del día 16 de marzo. Según el relato, Francisco llamó a la Curia de Buenos Aires para cumplir con algunas salutaciones y recados pendientes. Atendido por la secretaria habitual, y anonadada la misma, le preguntó perpleja cómo habría de llamarlo. “Llámeme Padre Bergoglio”, fue la respuesta. El primero que debe creer y aceptar que Bergoglio ha muerto para dar lugar al Santo Padre Francisco, es el mismo Cardenal Jorge Mario Bergoglio. La Gracia también supone la gracia.


         4º) Más de una vez hemos distinguido con García Morente, entre el estilo y las maneras. Propio del caballero, aquél; impropias del mismo éstas últimas. Aplicando a lo que ahora incumbe, no debe confundirse la virtud de la humildad con su parodia, ni el estilo genuinamente humilde —que brota del señorío interior— con las maneras sobreactuadas de la modestia. Una cosa es la posesión de un estilo y otra distinta el amaneramiento. En nada se analogan el abajamiento ascético y el plebeyismo gestual. Y si es cierto que la captación del primero supone un espíritu entrenado, mientras el segundo es fácilmente captable por las masas, mal camino elegimos si en vez de propender la elevación y el afinamiento de las almas hacemos ademanes gratos a las tribunas aplaudidoras. Sobre todo, si entre esas tribunas se haya la prensa internacional, culpable en grado sumo de las agresiones más viles contra la Iglesia.

         Lo primero que debería hacer un hombre auténticamente humilde es impedir que el mundo entero cantara loas a su humildad. O por lo menos, protestar que tales encomios violentan su carácter. Si como bien enseña Santo Tomás (Sum. Th., II.IIae, q. 113), no se debe cometer un pecado para evitar otro, en mucho ha de cuidarse el que no quiera incurrir en soberbia, de faltar a la caridad hacia el prójimo, obrando por contraste, de modo tal, que dicho prójimo pudiera ser tildado de presuntuoso. Calzar por humildad zapatos ordinarios de calle, cuando hasta ayer se usaron otros en consonancia con los colores litúrgicos y la dignidad del Divino Peregrino a quien esos pies representan en la tierra, es ofender, o al menos poner en duda, precisamente por contraste,  la humildad de quien hasta hace instantes calzó de ese modo. Es inexplicable —por no cargar los adjetivos— que a la par que se alaba a Benedicto XVI públicamente, no se quiera columbrar el destrato que se le inflige con estas promovidas comparaciones patéticas.

         Ejemplo nimio, se dirá; pero se potencia hasta el extremo cuando se dice —como lo ha hecho Francisco el sábado 16 de marzo— que él bien “quisiera ver una Iglesia pobre y para los pobres”, como si hasta hoy ambos bienes le hubieran resultado ajenos u hostiles a la Esposa del Redentor. Como si no hubiera existido, por caso, un San Pío X, venerado por el pueblo llano, sin necesidad de bajarse de su trono. Extraña humildad la de tenerse por axis mundi de una iglesia que recién con uno mismo tomaría conciencia del bien de la pobreza; y extraña paradoja la de optar por los pobres pero contar con las fervorosas adhesiones de masones y judíos, que amén de lo más grave —su condición de cristofóbicos— son los titulares de la usura internacional. Incluyendo al gran Rabino de Roma, a quien invocando el Concilio Vaticano II, invitó expresamente a “la misa solemne de inauguración de mi Pontificado”, pero no a donar sus finanzas para los más necesitados.


         Tampoco debe confundirse el siempre necesario homenaje a la investidura, y en este caso, nada menos, que a la del Vicario de Cristo, con la superflua pleitesía a la persona o al funcionario. Bien estará que eliminemos todo signo exterior de servilismo a la persona, aún el que pueda tener cierto arraigo o acostumbramiento por el mero paso de los años. Pero no estará bien suprimir el ceremonial tradicional y digno, con sus signos, sus gestos, sus pasos demarcados y significativos, porque dicha supresión no comporta incremento de la humildad sino abolición de los ritos y de los símbolos. La Iglesia no es la limusina ni los uniformes de los guardias suizos. Pero bien ha explicado Guardini la pervivencia del espíritu eclesial en los signos sagrados. Si en nombre de la austeridad quedasen abolidas o relegadas todas aquellas hierofanías que comporta el canto, la museta, la estola o la bendición melismática, el Papado no habrá ganado en pobreza evangélica. Se habrá vaciado de mytos, como diría el fraile Diego de Jesús. Se habrá inmanentizado y rebajado, para hablar sin metáforas.


         Mucho nos tememos, por lo que ya llevamos visto, que el Papa Francisco esté en tamaño terreno tan completamente desprovisto de un recto criterio, como transido de malos hábitos porteños, fanatismos futboleros incluidos. El franciscanismo del Poverello de Asís es garantía de santidad probada; el de Paolo Farinella, con su novela Habemus Papam, apenas si conduce a la risotada zafia. Pero hay un franciscanismo aún peor que registra con llanto la historia de la Iglesia. Es aquel que bajo cierta influencia gnóstica de Joaquín del Fiore produjo reformas eclesiales que adulteraron la mismísima doctrina católica, incurriendo, entre otras, en la amenaza del utopismo, la herejía perenne, según recordada definición de Molnar. Capítulo extraño éste del descalzismo o de la descalcez extraviada en la vida de la Iglesia, que ha sido estudiado,entre otros, por Fidel de Lejarza, José Antonio Maravall o Georges Baudot. Por eso, bien recuerda el fraile Miguel Padilla que la pobreza de San Francisco es de índole teologal, no sociológica; y que expresamente dispensaba de la pobreza lo tocante a la Sagrada Liturgia y a la Santa Misa. “Los Vasos Sagrados, los Ornamentos y los Libros donde están las Palabras de Jesús deben ser esmeradamente cuidados”.


         Hagamos votos para que el franciscanismo del Papa Francisco, en las antípodas de toda corriente desviada, signifique el retorno a aquella desnudez que alegorizara Juan Ramón Jiménez: “desnudez malva de estrellas mojadas”, como “la túnica de una inocencia antigua”. Hagamos votos porque este franciscanismo restaure a la Nave, defenestrando de su seno a sodomitas y a fenicios, a los adúlteros espirituales y carnales, a todos cuanto el de Asís les enrostraba, “¡El Amor no es amado!”, porque se amaban ellos, henchidos de fariseísmo y de poderes carnales.


Que lo cuide Dios al Papa Francisco de no confundir el camino. Porque hay confusión cuando se hace bendecir por el pueblo; hay confusión al pedir “una gran fraternidad” omitiendo al Padre en que tal comunión fraterna se vuelve legítima; también la hay si hace prevalecer los supuestos derechos de las conciencias no creyentes al deber pontificio de bendecir cruz en ristre, como si esa cruz, trazada siquiera en el aire por la mano consagrada, pudiera ofender a los incrédulos.Confunde asimismo el proponer como modelo sacerdotal la figura inequívocamente progresista del padre Gonzalo Aemilius, como sucedió el domingo 16 de marzoNo; no son señales que puedan suscitar una especial tranquilidad.


         Hay también otra confusión, que de extenderse fuera del campo acotado en que se manifestó, puede acarrear acciones gravemente desacertadas. Querer viajar a la Ciudad Eterna para postrarse ante el Vicario de Cristo, no es un dolo que deba reprimirse, dando el monto del pasaje a los pobres, sino una virtud llamadamagnificencia: ponerse en gastos y esfuerzos, precisamente por aquello que es santo, sacro o heroico. Algo nos quiso decir el Señor al respecto, cuando no avaló al Iscariote que le pedía a María trocar el rico perfume con que adoraba al Divino Hijo, por su equivalente en metálico para ayudar a los necesitados (San Juan, 12, 1-11).


         Tampoco nos tranquiliza el cuasi unánime aplauso del mundo que, arrobado por su campechanía, ha dejado de tenerlo como piedra de escándalo y signo de contradicción. ¡Es uno más del mundo, como ellos y como todos!, festejan los multimedias. Pero el mundo no necesita que la Silla de Pedro esté ocupada por un austero fatigador de los transportes públicos, sino por un alter Christus vigoroso que, báculo en mano, entre en franca y aguerrida confrontación con él, amonestándolo y enmendándolo. Precisamente ésto enseñaba San Francisco, que la pobreza es el muro que nos separa del espíritu del mundo.


         Cuidado —suplicamos contritos— con equivocar el camino. Pues haber recomendado la lectura del Cardenal Kasper —llamándolo “un teólogo in gamba”— en el Primer Angelus del V Domingo de Cuaresma, tampoco nos ayudará a recuperar la iglesia de los pobres. La evidencia se impone. Kasper —junto con el entonces Cardenal Bergoglio— es uno de los que en julio de 2004, en el lujoso hotel cinco estrellas Intercontinental de Buenos Aires, organizaron el Foro Judeo Católico, auspiciado por importantes organismos hebreos de la plutocracia americana y europea. En aquella ocasión, el ahora recomendado autor propuso lisa y llanamente la amalgama de las religiones judía y católica, porque “ambas son mesiánicas y el mesianismo tiene que ver con la esperanza”.


         5º) Algunos, no sin razones, sostienen que lo bueno del Pontificado de Francisco es la impugnación que su figura representa del gobierno tiránico kirchnerista, indignándose con los rastreros ataques que le han propinado en estos días un puñado de sicarios del oficialismo. Va de suyo que asomarse a la pasquinería izquierdista causa repulsión y espanto. Y que al constatar la naturaleza teológica del odio a la Fe que esos miserables ejecutan, no se puede sino estrechar filas junto al Santo Padre. Callar toda reticencia y ponerse de su lado, codo a codo.


         Pero también aquí el simplismo dialéctico puede jugarnos una mala pasada hermenéutica. Si Francisco hubiera querido diferenciarse del gobierno argentino, y confrontar abiertamente con los criminales marxistas que lo secundan por doquier, no sólo debió haberlos descalificados públicamente por sus múltiples aberraciones, que bien le constan han cometido y cometen, sino que era la precisa ocasión de proclamar urbi et orbi la falsificación sistemática de la historia reciente que se viene llevando a cabo, con el agravante inicuo de miles de personas cautivas, y centenares de ellas muertas en cautiverio, ofrecidas todas en el altar del revanchismo comunista. El mundo entero podría haberse enterado de la ignominia y de las muertes que, en nombre de los derechos humanos, se cometen hoy en nuestra desfigurada patria. El mundo entero podría haber conocido, por boca del Pastor Universal, que en la Argentina hubo mártires católicos, de la talla de Genta, Sacheri o Amelong, asesinados por los mismos que ahora ocupan el poder.


         En lugar de eso, un comunicado oficial del Vaticano, firmado por el Padre Federico Lombardi, el 15 de marzo, aclaraba que “Jorge Mario Bergoglio hizo mucho para proteger a las personas durante la dictadura” y recordó que una vez nombrado arzobispo de Buenos Aires “pidió perdón en nombre de la Iglesia por no haber hecho bastante durante el período de la dictadura”. En vez de desmontar la falacia, la convalida elípticamente. Lo bueno del actual Pontífice, entonces, sería lo mismo que siendo Cardenal se ocupó de probar minuciosamente en su libro “El Jesuita”: su condición de colaboracionista de la guerrilla marxista y clero asociado, con diversos y creativos medios a su alcance. Le reprobable, paralelamente, y por eso mismo objeto de su pedido de perdón, habría sido no poder cooperar más con aquellas “personas” que, sin motivo alguno, claro, un buen día las Fuerzas Armadas Argentinas se decidieron a combatir. Es la mentira de lo sub-implicado.


          Se trata de una campaña difamatoria, bien conocida”, advirtió Lombardi. La difamación no consiste en tergiversar horrendamente los acontecimientos sucedidos en la década del ’70, sino en pretender que en aquellos turbulentos años, el Cardenal Bergoglio haya podido estar del lado de los represores del terrorismo rojo. Así, imprevistamente, la impostura basal de todas izquierdas vernáculas y mundiales, ha quedado convertida en versión canónica, con el aval de la Santa Sede. Y sellada con el pacto de cortesía recíproca que presidió el encuentro entre Francisco y la comitiva oficial del Gobierno Argentino, el mediodía romano del 18 de marzo. Ni Francisco condena la tiranía marxista que nos asfixia, ni Cristina avanza en su descalificación del reciente Obispo de Roma; antes bien descubre coincidencias y comparte regalos. Entente cordiale para todos y todas.


         Algún día habrá que hallar una palabra exacta para rotular la conducta de la actual dirigencia política —oficialismo y oposición, presidenta y escoltas, lo mismo da— que satánicamente hostiles a la Iglesia y al Papado hasta hace minutos, pugnan ahora por derrocharse en majaderías, remilgos y solícitas condescendencias. Pero si no hallamos esas palabras, repetiremos las de Pármeno a Calisto, en el acto cuarto deLa Celestina, refiriéndose a la inmunda buscona: ¡puta vieja!. Y aunque lo nieguen, dice Pármeno, así lo repiten los ladridos y las aves, los ganados y las bestias, los herreros, los armeros, los caldereros y arcadores. Todos a una le gritan el mote infamante y redondamente verídico.


         6º) Ante la renuncia de Benedicto XVI, escribimos una nota diciendo claramente que la misma nos dolía. Y tras explicar los motivos, asentamos, entre otros, el hecho de que, guste o disguste, la Iglesia, en la práctica, quedará sujeta a una bicefalía. Tanto más si, como está a la vista, el heredero del Cardenal Raztinger parece querer diferenciarse de él, y de sus predecesores, con una seguidilla intempestiva de actitudes externas que, o buscan presentarse como revolucionarias, o si no lo son, resultan pasibles de ser leídas así por el mundo. No creemos que se explicite ninguna hermenéutica de la ruptura, y tal vez todo acabe en la argentina teatralidad de los mocasines gastados. Más que no creerlo, no lo esperamos, pues confiamos en que la Divina Providencia resguarde a la Cátedra de la Unidad. Pero lo sucedido en estos escasos días pontificales de Francisco está siendo tomado y exigido por muchos como una ruptura, sin que hasta ahora se le haya puesto un freno severo y categórico a tamañas conjeturas. La homilía del día de la asunción formal del Pontificado era una ocasión propicia para ello. Se la utilizó en cambio para dar consejos píos sobre la ternura y el cuidado del medio ambiente.


          Quienes se entusiasman hallando en Francisco muy buenas y oportunas expresiones de recio cuño católico, están en todo su derecho. Nos sumanos con renovada esperanza a tan honesto entusiasmo. Porque esas muy buenas expresiones, es cierto, las ha proferido. Pero muy avanzada está entonces la descomposición causada por la guerra semántica en la Iglesia —por ese pendularismo que denunciara Romano Amerio— si hemos llegado al punto en que la sorpresa gozosa de nosotros, los fieles, es escuchar a Pedro hablar como Pedro.


         Aquella abdicación de Benedicto nos dolía, supimos decir. También nos duele esta designación. Es un dolor indescriptible y hondo, amasado en el recuerdo vivo y fresco del sinfín de actitudes opuestas a la Verdad que le vimos protagonizar cara a cara al entonces Jorge Mario Bergoglio. Es un dolor que no se parece a ningún otro, y que sólo puede cauterizar la espera esperanzadora y longánima de los frutos.


         En esa espera tensa nos acompaña una promesa, un pedido y un ejemplo. La promesa es de Nuestro Señor Jesucristo. “Yo rezaré por tí para que no desfallezca tu fe”, le dijo a su primer vicario, y en él a todos sus sucesores. Si la Fe no le desfallece y la conversión lo reviste con su gracia, habrá un bien para la Barca y aún para la Argentina.


         El pedido es el del mismo Papa Francisco, en su primera aparición; quien sin olvidar su clásico “recen por mí”, agregó además el recemos los unos por los otros.Oremus ad invicem. Eso hagamos. Recemos recíprocamente para sostenernos en estos tiempos, tal vez apocalípticos, sin el uso hiperbólico sino estricto de la palabra; y elevemos en común la plegaria a la Trinidad Santa para que nos permita discernir, sirviendo siempre a lo que es de Dios y combatiendo con ahínco cuanto se le oponga, proceda de donde procediera. Si fuera la hora de la luz, que nos dejemos envolver por ella, olvidándonos de las tenebrosidades del pasado. Si en cambio éstas persistieran, que no desertemos de la luz, como diría Thibon. No estamos llamando a la rebeldía ni a la desobediencia, ni a dar por nula la autoridad pontificia, sino al recto discernimiento. Sin palabras crípticas digámoslo ya todo: no podemos ni debemos seguir al Cardenal Bergoglio. Si transfigurado en cambio por la plenitud de la gracia de estado, ese pastor que conocimos se ha convertido ya en el dulce Jesús en la tierra, se nos conceda el privilegio de prosternarnos ante él.


         Una promesa, un pedido y un ejemplo, decíamos. El ejemplo es el de San Francisco de Asís. Así lo contempló Anzoátegui, con su pluma señera:

“Juglar de Dios, rotoso

Príncipe y paje de Nuestra Señora,

¡Qué dulce, qué gozoso

aquel ritual que otrora

te abría las compuertas de la aurora!”


         Imaginémoslo —como lo hizo Rubén Darío— saliendo a la búsqueda del lobo para quitarle el demonio del cuerpo. O mejor aún, como lo describe la hagiografía, recibiendo en el monte Alverna los estigmas de Jesucristo, después de lo cual quedó transido de un maravilloso fuego de amor.


         No los halagos de los más perversos enemigos de la Cruz, que hoy forman fila para congratularse y encomiarlo, sean los adornos del Papa Francisco. Sino quellos rituales “que otrora abrían las compuertas de la aurora”. Y mejor aún: las señales cruentas, abiertas y sangrantes del Madero. Porque la única revolución que necesita la Iglesia es en la acepción que hiciera Chesterton de la odiosa palabra: dar la vuelta entera; que en este caso no sería otra cosa más que regresar a las fuentes vivas, primeras y fundantes de su Gloriosa Tradición.

Antonio Caponnetto

miércoles, 13 de marzo de 2013

HABEMUS PAPAM


LatínEspañol
Annuntio vobis gaudium magnum;
Habemus Papam:
Eminentissimum ac reverendissimum Dominum,
Dominum JORGE MARIO,
Sanctæ Romanæ Ecclesiæ Cardinalem BERGOGLIO,
Qui sibi nomen imposuit FRANCISCO I.
Os anuncio un gran gozo:
Tenemos Papa:
El eminentísimo y reverendísimo Señor,
Don JORGE MARIO,
Cardenal de la Santa Iglesia Romana BERGOGLIO,
Que se ha impuesto el nombre de FRANCISCO I.