A propósito del Nuevo
Pontificado
Dios primero y
mi hogar después, son testigos de la cantidad innúmera de personas que me
solicitan alguna opinión orientadora sobre lo que acaba de suceder en la
Iglesia. Esos requerimientos, en algunos, toman el modo de una dolorosísima y
apremiante necesidad de discernir cuanto ocurre y de obrar en consecuencia. En
otros bordea la desesperanza y la angustia, desaconsejables compañías si las
hay. Y aunque en todos los casos he recomendado oración, espera silenciosa,
vigilia cauta y fortaleza –y sobre todo, aguardar con paciencia el curso de los
primeros tiempos del nuevo pontificado- tanto desasosiego junto percibido en
unos y en otros me obligan a hablar, siquiera provisoriamente y sin mengua de
futuros retoques a cuanto ahora escribimos.
Sé
bien que la razón principal de esta demanda amistosa de la que soy objeto, no
se debe a ninguna especial facultad mía, ni a contarme yo entre los
especialistas en la disciplinas propias de los clérigos; sino al hecho por
todos conocido de haberme visto obligado a mantener con el Cardenal Bergoglio
un doloroso y sistemático disenso, dejando documentadas mis acusaciones a sus
múltiples desvaríos y yerros en un libro editado en Buenos Aires, en el año
2010, bajo el título La Iglesia Traicionada. Si ésta es la
causa singular por la que puede revestir algún interés que haga públicas mis
primeras reflexiones, queden asentadas a continuación.
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1º)
Será tarea de los teólogos de la historia más eminentes, discernir con
solvencia si el Cónclave que eligió al Papa Francisco estuvo iluminado
y movido por la inspiración del Espíritu Santo, como la fe nos lo
señala; o si por alguna razón que ahora ignoramos, los Cardenales electores
fueron engañados, resultaron objeto de alguna extraña manipulación, o cerraron
su entendimiento a la lumbre del Paráclito. “La nube cubrió el Tabernáculo de
la Reunión, y la gloria de Yahvé llenó la Morada”, dice el Libro del
Éxodo (40,34). Pero esa nube sólo puede ser vista cuando los ojos son
el espejo que reflejan “el fuego de la noche” que pone en marcha a los
creyentes fieles. La Nube, según la metáfora veterotestamentaria, puede hacerse
visible, pero no todos los ojos pueden tener la misma visibilidad.
San
Ignacio de Antioquía ve a la Iglesia como una casa, en la cual, el maderamen
que la sostiene es la Cruz de Cristo, y el Espíritu Santo como la maroma que la
alza (Carta a Éfeso, IX,1). Mas para contemplar dócilmente a la maroma—dulcis
hospes animae— el alma debe estar a la escucha (1 Sam 3,10), existiendo la
dramática posibilidad de que no se perciban las cosas del Espíritu, como lo
notó San Pablo en el capítulo segundo de la Primera Carta a los Corintios. Son,
pues, cosas diversas las que conviene distinguir desde el comienzo. Una la
presencia del Espíritu Santo, que no osaríamos negar. Otra la recepción del
mismo por parte de los electores, que pudo haber estado parcialmente eclipsada,
por los motivos que la misma Escritura advierte. Por eso Malachi Martin, desde
los renglones iniciales de su obra El Cónclave Final,advierte con
el Libro de la Sabiduría (9,14-17), que si no se está atento al Espíritu, “las
deliberaciones de los hombres son indecisas y sus resoluciones precarias”.
Entiéndase
que la duda aquí planteada —que bien quisiéramos que no fuera duda
alguna— tiene su razón de ser, no en el cuestionamiento de la asistencia de la
Tercera Persona Trinitaria en el Cónclave, ni en la valía moral de quienes se
aprontaban a ser movidos por Él, sino en la incertidumbre sobre la ciencia, la
serenidad y la prudencia de este específico Cardenalato para
signar a la persona indicada. Humanamente consideradas las cosas —y no es
ilegítima esta consideración— la conducta de los electores estuvo condicionada
por la circunstancia inédita y atípica de tener vivo al Papa al que había que
reemplazar. Y reemplazar tras una decisión abdicatoria que aún hoy siembra
inquietudes, suspicacias e interrogantes. Ponerle fin a la vacancia de la sede,
con un Papa honorario o emérito que orando vigila y aguarda, no es ni ha sido
hasta hoy el clima habitual de los Cónclaves.
Al
tiempo que escribimos estas líneas, el 15 de marzo, el Papa Francisco le ha dicho
a los miembros del Colegio Cardenalicio en la Sala Clementina: “Es
curioso: yo pienso que el Paráclito da todas las diferencias en las Iglesias y
parece como si fuera un apóstol de Babel”. Estremece tamaña denotación
y referencia al Paráclito, a escasas horas de una acción directa del mismo
sobre el cuerpo colegiado que lo invistió sucesor de Pedro. Si cabe la
posibilidad de que algunos o muchos perciban a la Tercera Persona como apóstol
de Babel, no se pecaría de audacia concluyendo en que, entonces, algo soterrado
y anómalo pudo suceder en este Cónclave. Permita el Señor que muy pronto
tengamos que disipar este dilema con la certidumbre de que no hubo yerro alguno
entre los Cardenales. Lo permita el Señor, trayendo frutos benditos de este
nuevo pontificado, pero no cerremos los ojos los hombres porque la realidad sea
dura de contemplar. Negarse a una lectura parusíaca de lo que acaba de suceder,
por temor a quedar como un orate de exégesis privadas, puede conllevar el
riesgo de negar la existencia misma de los Ultimos Tiempos, y de los sucesos
especiales que los caracterizarían.
2º)
Haga lo que hiciere a partir de este momento el Papa Francisco —y esperamos que
todo lo santo y sabio sepa hacer— es imposible omitir o ignorar que el hombre
que acaba de llegar a la silla petrina arrastra concretos, abultados y
probadísimos antecedentes que lo sindican como un enemigo de la Tradición
Católica, un propulsor obsesivo de la herejía judeocristiana, un perseguidor de
la ortodoxia y un adherente activo a todas las formas de sincretismo, irenismo
y pseudoecumenismo crecidas al calor de la llamada mentalidad posconciliar.
Si
a quienes no han tenido ocasión de verificar estos graves cargos —sumables a
otros, largos de enunciar— lo antedicho pareciera desmesura o apriorismo,
sirvan de inocultables pruebas a posteriori las adhesiones a
su pontificado llegadas en estos mismos días desde los cabezales del
Modernismo, desde las altas y siniestras logias hebreas, como la B’Nai
Brith, o desde el templo mayor de la masonería argentina. Documento
único en su género este último, en el que la sede local de la Sinagoga de
Satanás, con la firma del Gran Maestre Ángel Jorge Clavero, y fechando lo dicho
el 13 de marzo, por primera vez se congratula con el nombramiento de un Obispo
de Roma. Que rabinos, cabalistas y masones estén de parabienes, y hasta
compitan en prontitud por hacer llegar sus adhesiones al nuevo Pontífice, es un
aval indeseable que debería preocupar a todo bautizado fiel. Tampoco es una
señal tranquilizadora que ministros del culto israelita llamen “mi
Rabino” al Papa Francisco, mientras reconocidos representantes del
progresismo religioso más radicalizado —como Küng o Boff— ofrezcan su
beneplácito en forma ostensible. Si la complacencia o el silencio de Roma es la
única respuesta a este sinfín de adhesiones tenebrosas, la responsabilidad no
está sólo en quien respalda sino en quien se deja respaldar.
En
consecuencia, no se necesita acudir a ninguna teoría conspirativa para dar como
hipótesis razonablemente válida que estas fuerzas, sempiternamente
comprometidas en la disolución de la Fe Verdadera, pudieron haber tenido algún
papel protagónico, tanto en la abdicación de Benedicto XVI, primero, como en la
elección del Cardenal Bergoglio, después. De hecho, durante su largo ministerio
como Pastor de la Argentina, dichas fuerzas antagonistas de la Cristiandad
fueron sus públicas y visibles amistades, a la par que se marginaba,
menospreciaba y castigaba a la filas defensoras de la ortodoxia católica. La
comprensible debilidad humana hará que muchos de estos perseguidos y damnificados
por el Cardenal Bergoglio, callen ahora; o algo más serio: simulen
congratulaciones. En esto, al menos, nosotros no podemos callar ni fingir.
Otros dirán que nada se gana con recordar ahora las muchas inconductas pasadas
del prelado en cuestión. No es cierto. En su Introducción a la monumental Historia
de los Papas, Ludovico Pastor, enseña con la autoridad que le compete, que “no
hay conflicto con la ley de la fama, al escribir [sobre los
Pontífices] las cosas malas pero verdaderas que en su tiempo fueron
públicas”,mientras se sostenga “con suficiente causa, a saber, en
cuanto lo requiere la integridad de la historia”.
3º)
Si como bien se ha repetido en estos días, el Cardenal Bergoglio ha muerto para
dar paso al Vicario de Cristo, llamado escuetamente Francisco; si Dios opera el
milagro —tantas veces mentado— de sacar agua de las piedras y de convertir, una
vez más en la historia, a Mastai Ferreti en el insigne Pío IX; si el Señor sabe
escribir derecho con renglones torcidos; pues todo esto lo creemos, esperamos y
rogamos, sin ceder a tentaciones extremosas ni a posturas eclesiológicas
extravagantes. Todo esto lo pedimos con fe inquebrantable, puesto que el
milagro y el misterio están en la vida misma de la Barca. Nosotros creemos en
el milagro. Pío IX, renunciando virilmente al escandaloso daño que
hizo en sus primeros tres años de pontificado, supo al fin forjar “una
página de historia escrita a los pies del Crucifijo”, según sintetizó
Jacques Crétineau-Joly. No hay porqué suponer que Dios declaró clausa esta
posibilidad histórica.
Pero
también es católico leer el Libro del Apocalipsis. Y en el capítulo
trece se describe a dos fieras, del mar la una, de la tierra la otra, que a su
turno, y desde ámbitos distintos aunque complementarios, coadyuvan al triunfo
del Anticristo. Contestes están los hermeneutas, y citamos por lo pronto a Straubinger
—quien a su vez remite a los Padres— en que esta fiera terrena tiene mucha
semejanza con el pastor insensato del que habla Zacarías (Zac.
11,15); en que podría tratarse de “un gran impostor que aparece con la
mansedumbre de un cordero”; en que no sería otra cosa, al fin, más que
un falso profeta al servicio de la Bestia.
Pieper
dice que esta fiera representa la Propaganda Sacerdotal del Anticristo; y de
sobra es sabido que el padre Castellani sostiene que tiene un carácter
religioso, sin excluir la dolorosa posibilidad de que se trate de un personaje
individual mitrado, un Pseudoprofeta de una Religión Adulterada. Recientemente,
y entre nosotros, fue Federico Mihura Seeber el que le dedicó pensadas páginas
a escudriñar la naturaleza de esta Fiera, considerándola como aquella que le
sirve de profeta, o propagandista o maestro de ceremonias, o Sacerdote o
Pontífice de El Anticristo. Está dicho en su libro homónimo, que
tuvimos ocasión de presentar durante al año 2012.
Expliquémonos
sin elipsis en tema tan arduo. No estamos diciendo ni sugiriendo que el Papa
Francisco sea la Fiera Terrena que columbró San Juan. Estamos diciendo que tan
católico es confiar en que la Divina Providencia puede hacer de un heterodoxo
al Papa del Syllabus, como tener en cuenta que, alguna vez, un
Falso Profeta puede acarrear a la perdición desde un alto sitial religioso. Y
que ese “alguna vez” no puede excluir nuestro presente, sólo porque nos aterre
la sola idea de protagonizar el final. Quienes quieran confiar en la conversión
del Cardenal Bergoglio, y consecuentemente a la rehabilitación de la Esposa,
tan maltrecha hoy, nos encontrarán entre los suplicantes confiados y firmes. Es
más, si como es deseable y previsible,tal conversión se probara por los frutos,
nos encontrarán entonces al servicio incondicional y gozoso de Francisco. Pero
si los frutos trajeran la desgarradora noticia contraria, no habremos dejado de
ser católicos por recordar la profecía joánica, y obrar en consecuencia,
resistiendo al mal desde el pequeño rebaño. Como no dejó de ser católico el
Padre Julio Meinvielle cuando, en su obra La Iglesia y el Mundo Moderno,
retrató los pasos de la Revolución Anticristina dentro de la Iglesia,
anunciando su penetración en las obras y el pensamiento, hasta provocar una
verdadera dislocación interior.
Tanto
se peca contra la mirada sub specie aeternitatis si nos
negamos a considerar que la gracia de estado puede hacer prodigios, aún en un
hombre contrahecho; como si nos negamos a considerar que la revelación divina
contenida en el Apocalipsis es tema que no nos compete aquí y ahora. Por eso
nos sobresaltó tanto una noticia menor, aparecida en la página segunda del
periódico La Nación, del día 16 de marzo. Según el relato,
Francisco llamó a la Curia de Buenos Aires para cumplir con algunas
salutaciones y recados pendientes. Atendido por la secretaria habitual, y
anonadada la misma, le preguntó perpleja cómo habría de llamarlo. “Llámeme
Padre Bergoglio”, fue la respuesta. El primero que debe creer y
aceptar que Bergoglio ha muerto para dar lugar al Santo Padre Francisco, es el
mismo Cardenal Jorge Mario Bergoglio. La Gracia también supone la gracia.
4º)
Más de una vez hemos distinguido con García Morente, entre el estilo y las
maneras. Propio del caballero, aquél; impropias del mismo éstas últimas.
Aplicando a lo que ahora incumbe, no debe confundirse la virtud de la humildad
con su parodia, ni el estilo genuinamente humilde —que brota del señorío
interior— con las maneras sobreactuadas de la modestia. Una cosa es la posesión
de un estilo y otra distinta el amaneramiento. En nada se analogan el abajamiento
ascético y el plebeyismo gestual. Y si es cierto que la captación del primero
supone un espíritu entrenado, mientras el segundo es fácilmente captable por
las masas, mal camino elegimos si en vez de propender la elevación y el
afinamiento de las almas hacemos ademanes gratos a las tribunas aplaudidoras.
Sobre todo, si entre esas tribunas se haya la prensa internacional, culpable en
grado sumo de las agresiones más viles contra la Iglesia.
Lo primero que debería hacer un hombre auténticamente humilde es impedir que el mundo entero cantara loas a su humildad. O por lo menos, protestar que tales encomios violentan su carácter. Si como bien enseña Santo Tomás (Sum. Th., II.IIae, q. 113), no se debe cometer un pecado para evitar otro, en mucho ha de cuidarse el que no quiera incurrir en soberbia, de faltar a la caridad hacia el prójimo, obrando por contraste, de modo tal, que dicho prójimo pudiera ser tildado de presuntuoso. Calzar por humildad zapatos ordinarios de calle, cuando hasta ayer se usaron otros en consonancia con los colores litúrgicos y la dignidad del Divino Peregrino a quien esos pies representan en la tierra, es ofender, o al menos poner en duda, precisamente por contraste, la humildad de quien hasta hace instantes calzó de ese modo. Es inexplicable —por no cargar los adjetivos— que a la par que se alaba a Benedicto XVI públicamente, no se quiera columbrar el destrato que se le inflige con estas promovidas comparaciones patéticas.
Lo primero que debería hacer un hombre auténticamente humilde es impedir que el mundo entero cantara loas a su humildad. O por lo menos, protestar que tales encomios violentan su carácter. Si como bien enseña Santo Tomás (Sum. Th., II.IIae, q. 113), no se debe cometer un pecado para evitar otro, en mucho ha de cuidarse el que no quiera incurrir en soberbia, de faltar a la caridad hacia el prójimo, obrando por contraste, de modo tal, que dicho prójimo pudiera ser tildado de presuntuoso. Calzar por humildad zapatos ordinarios de calle, cuando hasta ayer se usaron otros en consonancia con los colores litúrgicos y la dignidad del Divino Peregrino a quien esos pies representan en la tierra, es ofender, o al menos poner en duda, precisamente por contraste, la humildad de quien hasta hace instantes calzó de ese modo. Es inexplicable —por no cargar los adjetivos— que a la par que se alaba a Benedicto XVI públicamente, no se quiera columbrar el destrato que se le inflige con estas promovidas comparaciones patéticas.
Ejemplo nimio, se dirá; pero se potencia hasta el extremo cuando se dice —como lo ha hecho Francisco el sábado 16 de marzo— que él bien “quisiera ver una Iglesia pobre y para los pobres”, como si hasta hoy ambos bienes le hubieran resultado ajenos u hostiles a la Esposa del Redentor. Como si no hubiera existido, por caso, un San Pío X, venerado por el pueblo llano, sin necesidad de bajarse de su trono. Extraña humildad la de tenerse por axis mundi de una iglesia que recién con uno mismo tomaría conciencia del bien de la pobreza; y extraña paradoja la de optar por los pobres pero contar con las fervorosas adhesiones de masones y judíos, que amén de lo más grave —su condición de cristofóbicos— son los titulares de la usura internacional. Incluyendo al gran Rabino de Roma, a quien invocando el Concilio Vaticano II, invitó expresamente a “la misa solemne de inauguración de mi Pontificado”, pero no a donar sus finanzas para los más necesitados.
Tampoco
debe confundirse el siempre necesario homenaje a la investidura, y en este
caso, nada menos, que a la del Vicario de Cristo, con la superflua pleitesía a
la persona o al funcionario. Bien estará que eliminemos todo signo exterior de
servilismo a la persona, aún el que pueda tener cierto arraigo o
acostumbramiento por el mero paso de los años. Pero no estará bien suprimir el
ceremonial tradicional y digno, con sus signos, sus gestos, sus pasos
demarcados y significativos, porque dicha supresión no comporta incremento de
la humildad sino abolición de los ritos y de los símbolos. La Iglesia no es la
limusina ni los uniformes de los guardias suizos. Pero bien ha explicado
Guardini la pervivencia del espíritu eclesial en los signos sagrados. Si en
nombre de la austeridad quedasen abolidas o relegadas todas aquellas
hierofanías que comporta el canto, la museta, la estola o la bendición
melismática, el Papado no habrá ganado en pobreza evangélica. Se habrá vaciado
de mytos, como diría el fraile Diego de Jesús. Se habrá
inmanentizado y rebajado, para hablar sin metáforas.
Mucho
nos tememos, por lo que ya llevamos visto, que el Papa Francisco esté en tamaño
terreno tan completamente desprovisto de un recto criterio, como transido de
malos hábitos porteños, fanatismos futboleros incluidos. El franciscanismo del Poverello de
Asís es garantía de santidad probada; el de Paolo Farinella, con su novela Habemus
Papam, apenas si conduce a la risotada zafia. Pero hay un franciscanismo
aún peor que registra con llanto la historia de la Iglesia. Es aquel que bajo
cierta influencia gnóstica de Joaquín del Fiore produjo reformas eclesiales que
adulteraron la mismísima doctrina católica, incurriendo, entre otras, en la
amenaza del utopismo, la herejía perenne, según recordada definición de Molnar.
Capítulo extraño éste del descalzismo o de la descalcez extraviada
en la vida de la Iglesia, que ha sido estudiado,entre otros, por Fidel de
Lejarza, José Antonio Maravall o Georges Baudot. Por eso, bien recuerda el
fraile Miguel Padilla que la pobreza de San Francisco es de índole teologal, no
sociológica; y que expresamente dispensaba de la pobreza lo tocante a la
Sagrada Liturgia y a la Santa Misa. “Los Vasos Sagrados, los Ornamentos
y los Libros donde están las Palabras de Jesús deben ser esmeradamente
cuidados”.
Hagamos
votos para que el franciscanismo del Papa Francisco, en las antípodas de toda
corriente desviada, signifique el retorno a aquella desnudez que alegorizara
Juan Ramón Jiménez: “desnudez malva de estrellas mojadas”, como “la
túnica de una inocencia antigua”. Hagamos votos porque este
franciscanismo restaure a la Nave, defenestrando de su seno a sodomitas y a
fenicios, a los adúlteros espirituales y carnales, a todos cuanto el de Asís
les enrostraba, “¡El Amor no es amado!”, porque se amaban
ellos, henchidos de fariseísmo y de poderes carnales.
Que
lo cuide Dios al Papa Francisco de no confundir el camino. Porque hay confusión
cuando se hace bendecir por el pueblo; hay confusión al pedir “una
gran fraternidad” omitiendo al Padre en que tal comunión fraterna se
vuelve legítima; también la hay si hace prevalecer los supuestos derechos de
las conciencias no creyentes al deber pontificio de bendecir cruz en ristre,
como si esa cruz, trazada siquiera en el aire por la mano consagrada, pudiera
ofender a los incrédulos.Confunde asimismo el proponer como
modelo sacerdotal la figura inequívocamente progresista del padre Gonzalo
Aemilius, como sucedió el domingo 16 de marzo. No; no son señales
que puedan suscitar una especial tranquilidad.
Hay
también otra confusión, que de extenderse fuera del campo acotado en que se
manifestó, puede acarrear acciones gravemente desacertadas. Querer viajar a la
Ciudad Eterna para postrarse ante el Vicario de Cristo, no es un dolo que deba
reprimirse, dando el monto del pasaje a los pobres, sino una virtud llamadamagnificencia: ponerse
en gastos y esfuerzos, precisamente por aquello que es santo, sacro o heroico.
Algo nos quiso decir el Señor al respecto, cuando no avaló al Iscariote que le
pedía a María trocar el rico perfume con que adoraba al Divino Hijo, por su
equivalente en metálico para ayudar a los necesitados (San Juan, 12, 1-11).
Tampoco
nos tranquiliza el cuasi unánime aplauso del mundo que, arrobado por su
campechanía, ha dejado de tenerlo como piedra de escándalo y signo
de contradicción. ¡Es uno más del mundo, como ellos y como todos!, festejan
los multimedias. Pero el mundo no necesita que la Silla de Pedro esté ocupada
por un austero fatigador de los transportes públicos, sino por un alter
Christus vigoroso que, báculo en mano, entre en franca y aguerrida
confrontación con él, amonestándolo y enmendándolo. Precisamente ésto enseñaba
San Francisco, que la pobreza es el muro que nos separa del espíritu del mundo.
Cuidado
—suplicamos contritos— con equivocar el camino. Pues haber recomendado la
lectura del Cardenal Kasper —llamándolo “un teólogo in gamba”— en
el Primer Angelus del V Domingo de Cuaresma, tampoco nos ayudará a recuperar la
iglesia de los pobres. La evidencia se impone. Kasper —junto con el entonces
Cardenal Bergoglio— es uno de los que en julio de 2004, en el lujoso hotel
cinco estrellas Intercontinental de Buenos Aires, organizaron
el Foro Judeo Católico, auspiciado por importantes organismos hebreos de la
plutocracia americana y europea. En aquella ocasión, el ahora recomendado autor
propuso lisa y llanamente la amalgama de las religiones judía y católica,
porque “ambas son mesiánicas y el mesianismo tiene que ver con la
esperanza”.
5º)
Algunos, no sin razones, sostienen que lo bueno del Pontificado de Francisco es
la impugnación que su figura representa del gobierno tiránico kirchnerista,
indignándose con los rastreros ataques que le han propinado en estos días un
puñado de sicarios del oficialismo. Va de suyo que asomarse a la pasquinería
izquierdista causa repulsión y espanto. Y que al constatar la naturaleza
teológica del odio a la Fe que esos miserables ejecutan, no se puede sino
estrechar filas junto al Santo Padre. Callar toda reticencia y ponerse de su
lado, codo a codo.
Pero
también aquí el simplismo dialéctico puede jugarnos una mala pasada
hermenéutica. Si Francisco hubiera querido diferenciarse del gobierno
argentino, y confrontar abiertamente con los criminales marxistas que lo
secundan por doquier, no sólo debió haberlos descalificados públicamente por
sus múltiples aberraciones, que bien le constan han cometido y cometen, sino
que era la precisa ocasión de proclamar urbi et orbi la
falsificación sistemática de la historia reciente que se viene llevando a cabo,
con el agravante inicuo de miles de personas cautivas, y centenares de ellas
muertas en cautiverio, ofrecidas todas en el altar del revanchismo comunista.
El mundo entero podría haberse enterado de la ignominia y de las muertes que,
en nombre de los derechos humanos, se cometen hoy en nuestra desfigurada
patria. El mundo entero podría haber conocido, por boca del Pastor Universal,
que en la Argentina hubo mártires católicos, de la talla de Genta, Sacheri o
Amelong, asesinados por los mismos que ahora ocupan el poder.
En
lugar de eso, un comunicado oficial del Vaticano, firmado por el Padre Federico
Lombardi, el 15 de marzo, aclaraba que “Jorge Mario Bergoglio hizo
mucho para proteger a las personas durante la dictadura” y recordó que
una vez nombrado arzobispo de Buenos Aires “pidió perdón en nombre de
la Iglesia por no haber hecho bastante durante el período de la dictadura”. En
vez de desmontar la falacia, la convalida elípticamente. Lo bueno del actual
Pontífice, entonces, sería lo mismo que siendo Cardenal se ocupó de probar
minuciosamente en su libro “El Jesuita”: su condición de
colaboracionista de la guerrilla marxista y clero asociado, con diversos y
creativos medios a su alcance. Le reprobable, paralelamente, y por eso mismo
objeto de su pedido de perdón, habría sido no poder cooperar más con aquellas
“personas” que, sin motivo alguno, claro, un buen día las Fuerzas Armadas
Argentinas se decidieron a combatir. Es la mentira de lo sub-implicado.
“Se trata de una campaña difamatoria, bien
conocida”, advirtió Lombardi. La difamación no consiste
en tergiversar horrendamente los acontecimientos sucedidos en la década del
’70, sino en pretender que en aquellos turbulentos años, el Cardenal Bergoglio
haya podido estar del lado de los represores del terrorismo rojo. Así,
imprevistamente, la impostura basal de todas izquierdas vernáculas y mundiales,
ha quedado convertida en versión canónica, con el aval de la Santa Sede. Y
sellada con el pacto de cortesía recíproca que presidió el encuentro entre
Francisco y la comitiva oficial del Gobierno Argentino, el mediodía romano del
18 de marzo. Ni Francisco condena la tiranía marxista que nos asfixia, ni
Cristina avanza en su descalificación del reciente Obispo de Roma; antes bien
descubre coincidencias y comparte regalos. Entente cordiale para
todos y todas.
Algún
día habrá que hallar una palabra exacta para rotular la conducta de la actual
dirigencia política —oficialismo y oposición, presidenta y escoltas, lo mismo
da— que satánicamente hostiles a la Iglesia y al Papado hasta hace minutos,
pugnan ahora por derrocharse en majaderías, remilgos y solícitas
condescendencias. Pero si no hallamos esas palabras, repetiremos las de Pármeno
a Calisto, en el acto cuarto deLa Celestina, refiriéndose a la inmunda
buscona: ¡puta vieja!. Y aunque lo nieguen, dice Pármeno, así
lo repiten los ladridos y las aves, los ganados y las bestias, los herreros,
los armeros, los caldereros y arcadores. Todos a una le gritan el mote
infamante y redondamente verídico.
6º)
Ante la renuncia de Benedicto XVI, escribimos una nota diciendo claramente que
la misma nos dolía. Y tras explicar los motivos, asentamos, entre otros, el
hecho de que, guste o disguste, la Iglesia, en la práctica, quedará sujeta a
una bicefalía. Tanto más si, como está a la vista, el heredero del Cardenal
Raztinger parece querer diferenciarse de él, y de sus predecesores, con una
seguidilla intempestiva de actitudes externas que, o buscan presentarse como
revolucionarias, o si no lo son, resultan pasibles de ser leídas así por el
mundo. No creemos que se explicite ninguna hermenéutica de la ruptura, y tal
vez todo acabe en la argentina teatralidad de los mocasines gastados. Más que
no creerlo, no lo esperamos, pues confiamos en que la Divina Providencia
resguarde a la Cátedra de la Unidad. Pero lo sucedido en estos escasos días
pontificales de Francisco está siendo tomado y exigido por muchos como una
ruptura, sin que hasta ahora se le haya puesto un freno severo y categórico a
tamañas conjeturas. La homilía del día de la asunción formal del Pontificado
era una ocasión propicia para ello. Se la utilizó en cambio para dar consejos
píos sobre la ternura y el cuidado del medio ambiente.
Quienes
se entusiasman hallando en Francisco muy buenas y oportunas expresiones de
recio cuño católico, están en todo su derecho. Nos sumanos con renovada
esperanza a tan honesto entusiasmo. Porque esas muy buenas expresiones, es
cierto, las ha proferido. Pero muy avanzada está entonces la descomposición
causada por la guerra semántica en la Iglesia —por ese pendularismo que
denunciara Romano Amerio— si hemos llegado al punto en que la sorpresa gozosa
de nosotros, los fieles, es escuchar a Pedro hablar como Pedro.
Aquella
abdicación de Benedicto nos dolía, supimos decir. También nos duele esta
designación. Es un dolor indescriptible y hondo, amasado en el recuerdo vivo y
fresco del sinfín de actitudes opuestas a la Verdad que le vimos protagonizar
cara a cara al entonces Jorge Mario Bergoglio. Es un dolor que no se parece a
ningún otro, y que sólo puede cauterizar la espera esperanzadora y longánima de
los frutos.
En
esa espera tensa nos acompaña una promesa, un pedido y un ejemplo. La promesa
es de Nuestro Señor Jesucristo. “Yo rezaré por tí para que no
desfallezca tu fe”, le dijo a su primer vicario, y en él a todos sus
sucesores. Si la Fe no le desfallece y la conversión lo reviste con su gracia,
habrá un bien para la Barca y aún para la Argentina.
El
pedido es el del mismo Papa Francisco, en su primera aparición; quien sin
olvidar su clásico “recen por mí”, agregó además el recemos
los unos por los otros.Oremus ad invicem. Eso hagamos. Recemos
recíprocamente para sostenernos en estos tiempos, tal vez apocalípticos, sin el
uso hiperbólico sino estricto de la palabra; y elevemos en común la plegaria a
la Trinidad Santa para que nos permita discernir, sirviendo siempre a lo que es
de Dios y combatiendo con ahínco cuanto se le oponga, proceda de donde
procediera. Si fuera la hora de la luz, que nos dejemos envolver por ella,
olvidándonos de las tenebrosidades del pasado. Si en cambio éstas persistieran,
que no desertemos de la luz, como diría Thibon. No estamos llamando a la
rebeldía ni a la desobediencia, ni a dar por nula la autoridad pontificia, sino
al recto discernimiento. Sin palabras crípticas digámoslo ya todo: no podemos
ni debemos seguir al Cardenal Bergoglio. Si transfigurado en cambio por la
plenitud de la gracia de estado, ese pastor que conocimos se ha convertido ya
en el dulce Jesús en la tierra, se nos conceda el privilegio de prosternarnos
ante él.
Una
promesa, un pedido y un ejemplo, decíamos. El ejemplo es el de San Francisco de
Asís. Así lo contempló Anzoátegui, con su pluma señera:
“Juglar
de Dios, rotoso
Príncipe
y paje de Nuestra Señora,
¡Qué
dulce, qué gozoso
aquel
ritual que otrora
te
abría las compuertas de la aurora!”
Imaginémoslo
—como lo hizo Rubén Darío— saliendo a la búsqueda del lobo para quitarle el
demonio del cuerpo. O mejor aún, como lo describe la hagiografía, recibiendo en
el monte Alverna los estigmas de Jesucristo, después de lo cual quedó transido
de un maravilloso fuego de amor.
No
los halagos de los más perversos enemigos de la Cruz, que hoy forman fila para
congratularse y encomiarlo, sean los adornos del Papa Francisco. Sino quellos
rituales “que otrora abrían las compuertas de la aurora”. Y
mejor aún: las señales cruentas, abiertas y sangrantes del Madero. Porque la
única revolución que necesita la Iglesia es en la acepción que
hiciera Chesterton de la odiosa palabra: dar la vuelta entera; que en este caso
no sería otra cosa más que regresar a las fuentes vivas, primeras y fundantes
de su Gloriosa Tradición.
Antonio
Caponnetto
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