viernes, 23 de abril de 2010

LA IGLESIA ES INMACULADA E IMPECABLE I.

Después de cada campaña de ataques, la Iglesia siempre surge más fuerte y esplendorosa que antes.


Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP


El tiroteo de noticias que, en las últimas semanas, intenta manchar a la Iglesia Católica, con la excusa de los abusos de niños cometidos por sacerdotes católicos, alcanza un auge increíble. Decididos a no dejar apagar la hoguera que encendieron, varios órganos de comunicación social se han dedicado a investigar el pasado, en búsqueda de nuevas acusaciones que involucren al Vicario de Cristo en la Tierra, el Papa Benedicto XVI. En esto, sin embargo, han fallado rotundamente.


Que existan sacerdotes indignos y sin preparación, nadie lo puede negar; que se cometieron horribles abusos, y seguramente en número superior al registrado, es necesario reconocerlo. Pero, utilizar faltas graves circunstanciales de una minoría de clérigos, para denigrar a toda la clase sacerdotal, es una injusticia. Y usar esto como pretexto para intentar derribar a la Iglesia, es diabólico.


Sea dicho de paso, cuanto más se infiltra en la Iglesia el espíritu libertario, relativista y neopagano de nuestra época, tanto más es de temer que se cometan crímenes de pedofilia. Es imperiosa la necesidad de implantar en los seminarios un sistema de rigurosa selección, de tal forma que sólo se admita como candidato al sacerdocio a quien no tenga la propensión de ceder ante el mundo, sino que quiera enseñar la práctica de la doctrina católica con toda su pureza y dar ejemplo de ello.


La actual campaña publicitaria contra la Iglesia nos hace olvidar una verdad de la cual la historia nos proporciona un indudable testimonio: la Iglesia Católica fue quien libertó al mundo de la inmoralidad, y el mundo se está hundiendo nuevamente en el lodo del que fue rescatado porque está rechazando a la Iglesia.


El mundo del paganismo era un infierno


La mayoría de la población de Occidente tiene como cierto que el mundo, en mayor o menor grado, siempre cultivó los valores a los cuales estamos acostumbrados. Esos valores, sacrosantos hasta hace alrededor de cincuenta años, en alguna medida aún resisten a la acelerada decadencia de este comienzo de milenio: familia tradicional, protección de la inocencia infantil, sentido del pudor, modales educados, trajes decentes, honorabilidad, respeto mutuo, espíritu de caridad, dignidad humana, solidaridad, etc.


Pero no fue siempre así. Antes de que Nuestro Señor Jesucristo predicase a los hombres la Buena Nueva del Evangelio, el mundo estaba sumergido en una prolongada y terrible noche, en la que reinaban la depravación moral, el egoísmo, la crueldad, la inhumanidad y la opresión, conforme nos enseña la historia[1].


De esa situación, no se puede concluir que todos los romanos, griegos y “bárbaros” fuesen libertinos. Había minorías disconformes con aquel estado de cosas y preparadas para recibir la prédica evangélica con la avidez de náufragos que encuentran una tabla de salvación. En consecuencia de ello, se produjo la rápida expansión de la Iglesia Católica por el mundo romano y, finalmente, la conversión del Imperio en el año 313 de la era cristiana.


Religiones degradantes


Todo lo que la parte sana de la opinión pública de Occidente aún considera con horror hoy en día, era algo común y corriente en el mundo dominado por el paganismo. Baste recordar lo que la mitología grecorromana dice al respecto de los diversos dioses de su panteón.


Formaban un temible bando de rufianes: adúlteros, violentos, impúdicos, mentirosos, ladrones, opresores, asesinos, parricidas, matricidas, fratricidas, crueles, egoístas, traidores, perezosos, falsos, deshonrados, incestuosos, fornicadores, perversos y pedófilos. Zeus (el Júpiter de los romanos), la divinidad máxima de esa guarida, no era solamente un salvaje desenfrenado, que había practicado el canibalismo devorando a una de sus hijas y asesinado a otros parientes próximos, sino también un adúltero incontrolable, que había hecho muchas víctimas entre “diosas” casadas y solteras, violado a sus hermanas y nueras, estuprado a su propia hija y hasta a su madre y, que, además, mantenía como amante a un niño a quien había raptado[2].


Los relatos de estas infamias estaban en los textos dados a los niños en las escuelas de aquel tiempo, para instruirlos en la gramática, en la retórica, en la poesía, como refirieron en su época los apologistas cristianos.


La religión pagana ejercía, pues, un maléfico dominio sobre la sociedad, proponiendo como ejemplos para ser imitados las iniquidades de los dioses. Y a su vez, la sociedad influenciaba a la religión, de modo que los mitos reflejaban las costumbres en uso en aquel entonces.


Inmoralidad, crueldad, opresión


En aquel ambiente pagano, la situación de la mujer era terrible. En general, casi no tenía derechos, era prácticamente considerada como una esclava del marido, cuando tenía el privilegio de ser casada.


Las religiones, incluso las más elevadas, conducían a las mujeres – y, naturalmente, también a los hombres – a grandes depravaciones. La de los caldeos, por ejemplo, era siniestra y corruptora, con prácticas lúbricas en los templos. La religión fenicia también estimulaba la degradación de la mujer.


Heródoto es uno de los que nos proporciona informaciones sobre la “prostitución sagrada” practicada en los templos de Babilonia, Asiria, Grecia, Siria, Chipre y en otros lugares[3]. Con frecuencia, las “sacerdotisas” ingresaban en los templos cuando aún eran muy jóvenes, entregadas por los propios padres. El famoso “Código de Hammurabi”, promulgado por este rey de Babilonia (alrededor de 1793 y 1750 a .C.), dedica algunos artículos para reglamentar esa práctica[4].


El culto de Cibeles y Atis, surgido en Frigia, de donde pasó para Grecia y Roma, conducía a prácticas escabrosas en público. Como Atis se había mutilado, perdiendo su masculinidad, sus festejos incluían la automutilación de muchos hombres, realizada en medio de una multitud que, alucinada, danzaba y gritaba, mientras se ejecutaba una música, con un ensordecedor ruido de flautas, címbalos y tambores[5].


Grecia contaba con numerosos templos dedicados a Venus, más ninguno consagrado al amor legítimo entre los esposos. En Atenas y otras ciudades se realizaba, una vez por año, una procesión en la cual era llevada una enorme escultura fálica. Hombres y mujeres recorrían las calles cantando, saltando y danzando en torno a ese ídolo.


Opresión de la mujer


La honra femenina se veía además lesionada por la costumbre de la poligamia, generalizada en muchas regiones, aunque había lugares en donde estaba también en vigor la poliandria[6]. Igualmente degradante era el incesto, muy común en Persia[7], y también en Grecia[8].


En la India, entre las crueles prácticas milenarias del paganismo, la costumbre exigía que la viuda fuese quemada junto con el cadáver de su marido[9].


El Código de Hammurabi está repleto de normas que reflejan el estado de opresión de la mujer en las civilizaciones antiguas, la cual muchas veces era castigada con la muerte, la esclavitud o el repudio[10].


Incluso en Roma y en Grecia, las leyes antiguas eran inicuas en relación a la mujer[11], y hasta personas como el austero Catón favorecían graves injusticias a ese propósito[12]. En el caso de Atenas, para obviar de algún modo la parcialidad en el trato dado a las hijas, la ley incurría en una aberración aún mayor, al incentivar el incesto para resolver problemas de herencia[13], llegando a imponer la destrucción de dos hogares ya constituidos, si fuese necesario[14].


En Roma, en la época en que la Buena Nueva de Jesucristo ya estaba siendo anunciada, la institución de la familia se encontraba en una crisis profunda. El aborto y el abandono de niños llegaban a proporciones espantosas. La natalidad disminuía. Los hombres ricos preferían mantenerse solteros y rodearse de innumerables esclavas a someterse a los incómodos del matrimonio[15].


La situación de los niños ante el Estado todopoderoso


En Grecia y en Roma no existía la libertad individual que sus admiradores divulgan: el ciudadano vivía en función del Estado. En la República, el propio Platón promovía un Estado todopoderoso, e incluso Aristóteles lo consideraba como el ideal supremo[16].


La familia grecorromana era totalitaria bajo ciertos aspectos. Por ejemplo, el Derecho Romano daba un poder dictatorial al pater familias[17]. En Grecia regían leyes semejantes. El padre tenía derecho a rechazar a su hijo recién nacido, o a venderlo como esclavo [18]. También podía condenar a la pena de muerte a su esposa, a su hijo, a su hija, o a cualquier habitante de su casa, y ejecutar sin demora la sentencia; las autoridades del Estado no interferían [19].


En Esparta, comenta Coulanges, “el Estado tenía el derecho de no tolerar que sus ciudadanos fuesen deformes o mal constituidos. Por eso, ordenaba al padre, al cual naciese un hijo en esa situación, que lo hiciese morir” [20]. Según el mismo autor, esa ley se encontraba igualmente en los antiguos códigos de Roma. Hasta Aristóteles y Platón incluyeron esa práctica en sus propuestas de legislación.


En Cartago y en Fenicia, niños eran ofrecidos en sacrificio a los ídolos; en Roma y en Grecia eran utilizados en ritos de adivinación [21]. En varios lugares, niños y adolescentes podían ser condenados a muerte por un delito cometido por el padre [22].


El Estado, al mismo tiempo que daba al padre un poder ilimitado dentro de su casa, lo restringía tiránicamente en la educación de los hijos. Para los griegos, el Estado era el maestro absoluto de la educación y Platón lo justifica, pues, dice: “los padres no deben tener la libertad de enviar o de no enviar a sus hijos a los maestros que la ciudad escoja, porque los niños son menos de su padres que de la ciudad”[23]. El Estado consideraba como pertenencia suya el cuerpo y el alma de cada ciudadano, y asumía al niño cuando éste cumplía los siete años de edad[24].


Impía y difundida esclavitud


La esclavitud era una institución tan común en el mundo antiguo que los esclavos solían ser la mayoría de la población. En Roma, en el tiempo de Augusto, más de un tercio de la población era compuesta por ellos [25].


El dueño de un esclavo tenía sobre él un derecho completo. Un esclavo no era considerado hombre; era una cosa, “res mancipi [26]. El dueño tenía el derecho de cohabitar con la mujer del esclavo sin cometer adulterio y además, disponer de los hijos de él; y si lo hiriese o matase no cometía ningún delito [27].


En la ley romana había cláusulas relativas a los esclavos que daban ocasión a grandes crueldades. En el tiempo de Nerón, por ejemplo, un alto magistrado fue asesinado por uno de sus esclavos. “El Senado, después de una prolongada discusión, decidió aplicar a todos los siervos de la casa la vieja ley que condenaba al suplicio de la cruz a todos los esclavos que no hubiesen sabido proteger a su señor. Ante esta terrible sentencia, hubo tales protestas populares que los 400 condenados tuvieron que ser ejecutados bajo la custodia del ejército” [28].


Siempre hubo uno que otro propietario de esclavos que trataba a sus siervos con humanidad o – más raramente — con respeto; sin embargo, sería una gran ingenuidad pensar que esa era la actitud habitual.

(Se compartirá el resto del informe en las próximas publicaciones)

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