Fue
 aquella una guerra justísima, cuyos resultados temporariamente adversos
 no anulan ni opacan la recta decisión de librarla y el honor de quienes
 supieron protagonizarla con gallardía. Sigan pensando pacifistas, 
ignorantes y descastados de todo jaez, en las hipótesis mezquinas que 
habrían motivado la contienda, sosteniendo entonces —contestes con su 
miopía— que la rendición fue el escarmiento y el fracaso que nos 
merecíamos. Para nosotros, el 2 de abril, sigue siendo la fiesta de la 
dignidad nacional, y el 14 de junio la cifra de todas las claudicaciones
 que aún perduran, aborreciblemente potenciadas.
 De sobra sabemos que la Argentina de 1982 era una época sombría y 
decadente, bien que por motivos antagónicos a los que hoy esgrime la 
historia oficial, subsidiada y ficticia. Como de sobra sabemos que hubo 
quienes condujeron las operaciones o se condujeron a sí mismos, asidos 
al pellejo, sopesando cálculos antes que pálpitos, midiendo las armas 
por sobre el coraje, diagramando estrategias diplomáticas cuando debían 
soñar  asaltos a campo traviesa. Sólo cabía el triunfo, que sigue siendo
 tal —o empieza por ser tal— si se triunfa sobre el afán de conservar la
 vida, y el corazón se alista en la brigada de los mártires; en ese 
último pelotón spengleriano, dueño de todos los arrojos y de la osadía 
de donarse sin reservas.
Pero
 llegó la batalla legítima en el abril de la patria, y la patria tuvo 
héroes. Sangre fecunda de los muertos y de los combatientes cabales, 
ante la cual cualquier homenaje es pequeño, cualquier gratitud 
insuficiente, cualquier admiración escasa. Paradójicamente, ha sido un 
inglés lúcido, Carlyle, el que ha dicho que “no
 se necesita solamente lo que solemos llamar un alma grande para ser un 
héroe; lo que se necesita es un alma creada a imagen y semejanza de Dios
 y que sea fiel a su origen”. Tuvo la nación estas almas durante los días que duró la hazaña. Ennoblece reconocerlo.
Era justa la guerra, quede en claro, precisamente por su hondo e irrenunciable significado teológico. Porque como bien lo ha columbrado Alberto Caturelli, se lidiaba contra Albión, que es la apostasía; contra Leviatán, que es la Serpiente; contra Gog, que es la usura. Porque se luchaba por una soberanía, que no es únicamente señorío sobre el paisaje, sino y ante todo restauración de la Principalía de Jesucristo: La que el hereje desterró de nuestras Islas, desde el mismo día que las poseyó por la fuerza. No fue obra de la casualidad sino de la Providencia, que el operativo militar que restituyó aquel terreno austral injustamente arrebatado, llevase por nombre el de Nuestra Señora del Rosario. Para que el mundo entero supiera que la única reina de aquel territorio insular no estaba en Buckingham, sino en el Cielo. Quienes otrora y después, hasta este hoy de espanto y de vergüenza, no han comprendido o han traicionado esta honda significación religiosa de la lucha, merecen nuestro repudio. Tan simétricamente como merecen nuestra piedad y observancia, los que ataron escapularios a sus fusiles y desgranaron avemarías al son de cada disparo.
Era justa la guerra, quede en claro, precisamente por su hondo e irrenunciable significado teológico. Porque como bien lo ha columbrado Alberto Caturelli, se lidiaba contra Albión, que es la apostasía; contra Leviatán, que es la Serpiente; contra Gog, que es la usura. Porque se luchaba por una soberanía, que no es únicamente señorío sobre el paisaje, sino y ante todo restauración de la Principalía de Jesucristo: La que el hereje desterró de nuestras Islas, desde el mismo día que las poseyó por la fuerza. No fue obra de la casualidad sino de la Providencia, que el operativo militar que restituyó aquel terreno austral injustamente arrebatado, llevase por nombre el de Nuestra Señora del Rosario. Para que el mundo entero supiera que la única reina de aquel territorio insular no estaba en Buckingham, sino en el Cielo. Quienes otrora y después, hasta este hoy de espanto y de vergüenza, no han comprendido o han traicionado esta honda significación religiosa de la lucha, merecen nuestro repudio. Tan simétricamente como merecen nuestra piedad y observancia, los que ataron escapularios a sus fusiles y desgranaron avemarías al son de cada disparo.
El
 segundo enunciado que aquí queremos asentar, es el que también entonces
 supimos, pero que luego corroborarían los interesados con explícita 
grosería. Ante todo,que pudimos haber vencido, infligiéndoles a los 
intrusos una inolvidable paliza. Lo han reconocido, entre otros, los 
gringos Charles Koburger, Anthony Simpson, Bruce Schoc, y el mismísimo 
Secretario de Marina de USA, John Lehman, en su Informe ante el 
Subcomité de Armamentos de la Cámara de Representantes de su país, el 3 
de febrero de 1983. Si no vencimos, no fue por nuestra falta de agallas 
para la lid, como se insiste en acomplejarnos desde hace veinticinco 
años, sino por la incalificable traición a la patria consumada por el 
Generalato y la Partidocracia, con la anuencia y la instigación del 
embajador Schlaudeman. Cuando el general Llamil Reston le dijo a 
Galtieri que “Yalta existe”, 
indicándole con el funesto laconismo que era obligatorio acatar sus 
inicuos mandatos, hablaba por él toda una clase de jefes castrenses de 
oprobiosa conducta. Cuando Alfonsín, Menem, Duhalde o De la Rúa, cada 
uno a su turno, reconocieron que gracias a la derrota en las Malvinas 
fue posible la instauración de la democracia, no hacían sino coincidir 
deliberadamente con las gozosas declaraciones que al respecto 
formularían David Steel, ministro del Foreign Office,
 en 1985, y la mismísima Margaret Thatcher después, en 1994. El actual 
sátrapa Néstor Kirchner ha llevado hasta el paroxismo, y cumplido a 
rajatablas, esta endemoniada dialéctica de los traidores. Nadie como él 
se ha hecho cargo de la dialéctica instalada por el enemigo, según la 
cual, de la rendición brotó la democracia, y de la democracia el 
hundimiento definitivo de las Fuerzas Armadas. Quien juega ante la 
ordinariez de su hinchada a presentarse como adalid del 
anti-imperialismo, no es sino su dócil peón, su manso usufructuador y 
turiferario.
 No ha de cerrarse este homenaje con amargura, sino con esperanza. 
Porque si la Argentina ha de salvarse, será con hombres de la talla de 
aquellos que pelearon bravamente, algunos de los cuales son ahora 
prisioneros de guerra de este Régimen monstruoso. Con hombres como 
aquellos de la talla de Giachino, Estévez, Falconier o Cisneros. Hombres
 singulares, para quienes la existencia y la muerte no eran concebibles 
sino como actos de servicio por Dios y por la Patria. Hombres impares, 
naturalmente decididos y arrojados, caídos gloriosamente entre el hielo y
 los albatros. Hombres —que tal vez sin saber que repetían las viriles 
palabras con que Palafox rechazó la rendición de Zaragoza— levantaron su
 misma consigna en el vértice austral de esta patria doliente: No sé capitular, no sé rendirme, después de muerto hablaremos.
 Como al estupendo hispano, les cabe a todos ellos —parafraseadas de 
Pérez Galdós— una sola y confortadora promesa: Siempre habrá entre las 
tumbas una lengua que grite: ¡Las Malvinas no se rinden!
Antonio Caponnetto

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