– ¿Más síntomas todavía?
– En una casa edificada sobre un fundamento torcido, todo está mal: puertas y ventanas no se abren y cierran bien, el suelo es cuesta arriba o cuesta abajo, y las personas se tambalean al andar, etc. Un horror. Es lo que sucede en la casa espiritual semipelagiana. Todo en ella está más o menos torcido y malentendido. Por eso sería una tarea de nunca acabar ir señalando las innumerables consecuencias negativas que causa en la vida cristiana. Así que voy a terminar ya el tema con este artículo, aunque resulte un poquito largo.
Dios no te puede pedir. Allí donde se generalice un tanto en la cultura cristiana el Dios te pide, no tendrá nada de raro que, con un poco más, se dé el paso al Dios no te puede pedir. Cualquier contradicción en el pensamiento cristiano puede esperarse en cuanto se aleja de la verdad católica. Las dos actitudes, que son ciertamente contradictorias, coinciden en que centran la vida cristiana en la voluntad, la parte humana. Por el contrario, los católicos reconocemos la iniciativa absoluta de la gracia de Dios, a la que el hombre debe una docilidad incondicional, que no resiste ni pone nunca límites a lo que Dios quiera darle en su infinita misericordia.
Un buen número de moralistas católicos saben perfectamente aquello que Dios no puede pedir a los cristianos. Y elaboran planteamientos –conflicto de deberes, opción fundamental, mal menor, etc. – que permitan evitar en buena conciencia el martirio y la fidelidad a ciertas normas morales, como las que prohíben la anticoncepción, al menos en ciertos casos. «Llevan ustedes casados diez años y tienen ya cinco niños. Dios no les puede pedir que eviten los anticonceptivos».
Otros maestros espirituales –éstos, a lo mejor, muy estrictos– saben también perfectamente aquello que Dios no puede pedir a los fieles laicos, alegando la secularidad que Él quiere en sus vidas.
«Usted es una señora seglar, madre de familia, con muchas responsabilidades y trabajos. Por tanto, Dios no le puede pedir que haga una hora diaria de oración y menos aún que practique mortificaciones corporales». Prohibido. El director voluntarista, y más después del Vaticano II, sabe perfectamente lo que es un laico, y lo que Dios puede o no puede pedirle sin desmedro de su secularidad. Desde luego, con una espiritualidad semejante no tendríamos la maravilla de una Concepción Cabrera de Armida (1862-1937), madre mejicana de ocho hijos, fundadora de las Religiosas de la Cruz, de los Misioneros del Espíritu Santo y de otras asociaciones para laicos. Ella tuvo la dirección espiritual de Mons. Luis Mª Martínez, Arzobispo Primado de Méjico, gran maestro de espiritualidad católica (1881-1956). De ella cuenta su biógrafo, el P. Treviño, M. Sp. S.: «todas las noches dedicaba cerca de dos horas a la oración, interrumpiendo el sueño. Gustaba de unir a esta oración alguna penitencia, como hacerla postrada en el suelo, con una corona de espinas en la cabeza» (Concepción Cabrera de Armida, La Cruz, San Luis Potosí 1987, 7ª ed., 108). Semejantes «excesos» solamente pueden ocurrir cuando la libertad del cristiano se abandona incondicionalmente a la acción del Espíritu Santo, que «sopla donde quiere» (Jn. 3,8).
Lo que más cuesta es lo más santificante, lo más meritorio. Eso es falso. A esa convicción conduce aquella espiritualidad voluntarista que, al menos en la práctica, centra más la santificación en el esfuerzo del hombre (parte humana), que en la eficacia intrínseca de la gracia (parte divina). Y siguiendo ese camino, el cristianismo se va entendiendo mucho más como una ascesis costosa, que como un gozo, un don, una salvación inefable, que se recibe del amor de Cristo, «gracia sobre gracia» (Jn. 1,16). No pocos bautizados entonces van cayendo en el alejamiento de la vida cristiana, para abandonarla finalmente por completo, cayendo en la apostasía. Ya sabemos, sí, que no es posible seguir a Jesucristo sin tomar la cruz de cada día. Esto el Maestro «lo decía a todos» (Lc. 9,23). Pero sus discípulos sabemos que ese yugo es ligero, que pesa poco, y que en él hallamos nuestro descanso (Mt. 11,29-30).
La obra más santificante y meritoria es la realizada con mayor caridad. Lo explico un poco.
– Es la caridad la que santifica y da mérito a nuestras obras: «sólo la caridad edifica» (l Cor. 8,1). Sin ella, por mucho que yo haga, «no teniendo caridad, de nada me aprovecha», aunque dé mi fortuna a los pobres, aunque me mate a mortificaciones (1 Cor. 13,3). Por eso enseña Santo Tomás que «el mérito de la vida eterna pertenece en primer lugar a la caridad, y a las otras virtudes [laboriosidad, paciencia, castidad, etc.] secundariamente, en cuanto que sus actos son imperados por la caridad» (STh I-II, 114, 4).
– Las obras hechas con más amor son las más libres y meritorias. Sigue diciendo Santo Tomás: «es manifiesto que lo que hacemos por amor lo hacemos con la máxima voluntariedad; por donde se ve que, también por parte de la voluntariedad que se exige para el mérito, éste pertenece principalmente a la caridad» (ib.). Y la caridad sobrenatural, evidentemente, sólo puede ejercitarse bajo la moción del Espíritu Santo. Es docilidad a la gracia.
– El mérito de la obras no está en función de su penalidad, sino del grado de caridad con que se realizan. Y cuanto mayor es el amor, menos cuestan. El principio de que «lo que más cuesta es lo que más mérito tiene» procede de inspiración semipelagiana, y no es verdadero, pues precisamente las obras hechas con más amor son las que menos cuestan y las que más mérito tienen. Santo Tomás: «importa más para el mérito y la virtud lo bueno que lo difícil. No siempre lo más difícil es lo más meritorio» (STh II-II, 27, 8 ad 3m).
A un cristiano rico, pero apegado a sus riquezas, le cuesta mucho hacer un donativo a unos familiares muy necesitados, porque tiene muy poca caridad. Un cristiano muy caritativo, en cambio, realiza la misma obra con verdadero gozo –si no da más es porque no puede–, y su obra es mucho más meritoria. Aquella pobre viuda del Evangelio, que para el honor del Dios y de su templo, «ha dado de su miseria cuanto tenía, todo su sustento» (Mc. 12,41-44), lo ha hecho con inmenso amor y facilidad, bajo la acción de la gracia. «Dios ama al que da con alegría» (2Cor. 9,7), porque Dios ama a quien da con amor, con caridad, bajo la moción de su Amor divino.
– Sólo la caridad más crecida es capaz de realizar las obras más costosas, más penosas para el hombre carnal. Bajo la moción de la gracia, el cristiano de gran caridad es capaz de obras que para otros son imposibles: dedicar la vida a cuidar leprosos, donar a un familiar la mitad de la propia hacienda para sacarle de la ruina, etc. Pero quede claro al mismo tiempo que todo lo que se hace en caridad, por duro que sea, se realiza bajo la moción del Espíritu Santo, que da la posibilidad, más aún, la inclinación, para obrarlo. Y en este sentido se hace con alegría, aunque sea en ocasiones con gran cruz. Por eso la vida de los santos es la más crucificada, la menos costosa y la más alegre.
San Pablo expresa con frecuencia este misterio: «así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación» (2Cor 1,5). «Estoy lleno de consuelo, rebosando de gozo en todas nuestras penalidades» (7,4). Sobreabunda en gozo, en medio de mil tribulaciones y trabajos, porque sobreabunda en la caridad a Cristo y a los hombres. En tres artículos sobre La alegría cristiana trato más ampliamente de este tema.
–Por otra parte, la virtud más crecida es la que se ejercita con más facilidad y más mérito. Cuando la virtud de la castidad, por ejemplo, está muy débil, cuesta mucho guardar la pureza en pensamientos y deseos, palabras y obras; es una guerra muy dura. Por el contrario, cuando la virtud (virtus: fuerza) de la castidad está muy perfecta, se ejercita con toda facilidad en los buenos actos que le son propios, incluso normalmente –normalmente– con gozo. Y ésa es sin duda la castidad más meritoria y grata a Dios. En el crecimiento de esta virtud, como en el de todas, suelen darse tres fases: cuando la virtud es 1) incipiente, hay mucha guerra; cuando está 2) adelantada, se viva con paz su objeto propio; y cuando está 3) perfecta, se ejercita con gozo. Lo que realmente resultaría costoso y repugnante sería obrar en contra de esa virtud.
Identificar grado de virtud y posibilidad de su ejercicio suele ser también un síntoma semipelagiano, pues el voluntarismo siempre es cuantitativo y operacionista. Acabo de decir que, en principio, van juntas la perfección de la virtud y la facilidad para ejercitarla. Pero sin embargo, como Santo Tomás enseña, no siempre puede identificarse grado de una virtud y grado de facilidad para su ejercicio. «Ocurre a veces que uno que tiene un hábito [virtud] encuentra dificultad en obrar y, por consiguiente, no siente complacencia en ejercitarlo [como sería lo natural], a causa de algún impedimento de origen extrínseco; como el que posee un hábito de ciencia y padece dificultad en entender, por la somnolencia o alguna enfermedad» (STh I-II,65,3).
Identificar sin más virtud y obras es un grave error, que causa grandes perturbaciones en la vida espiritual, que origina muchos discernimientos erróneos, muchas exhortaciones vanas, muchas correcciones inoportunas, muchos esfuerzos inútiles y no pocos sufrimientos. El cristiano, aun revestido de la gracia de Cristo, sufre grandes limitaciones y precariedades. Bien sabemos, con Santo Tomás, que «la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona» (STh I, 1,8 ad 2m). Pero no necesariamente la gracia sana la naturaleza siempre y en todo, sino que, según el beneplácito de Dios providente, puede dejar que perduren en la naturaleza graves deficiencias, que no son pecado, para que la persona crezca en humildad y participe más de la pasión de Cristo. Trato algo más ampliamente de este tema en el artículo Santos no ejemplares.
Cuántas veces, por ejemplo, un cristiano muy fuerte en la virtud de la esperanza puede sufrir, sin embargo, depresiones profundas y duraderas, provenientes de huellas genéticas o familiares, por condicionamientos educativos erróneos, por causas somáticas o por noches espirituales. Un director espiritual voluntarista hará de esa terrible dolencia un diagnóstico claro: «falla en usted la virtud de la esperanza», con lo cual acabará de hundirlo en la angustia y el escrúpulo. Este mismo director, si se acercara a Cristo en Getsemaní, no dudaría en decirle: «menos angustias y más confianza en Dios, que un santo triste es un triste santo. Alegre esa cara, que da pena verlo».
Cuántas veces, por ejemplo, un hombre con verdadero espíritu de oración, que por lo que sea está pasando un tiempo, a veces muy largo, sin capacidad alguna para ejercitarlo en actos concretos –me refiero sobre todo a ratos largos de oración–, quizá intente, como dice Santa Teresa, «atormentar el alma a lo que no puede» (Vida 11,16). Y quizá se vea atormentado también, además, por un director voluntarista: «no se engañe; usted no hace oración porque no quiere, porque rehúye la cruz que a veces hay en ella». Los colegios de psiquiatras, para ganar clientes, deberían promover campañas pelagianas y semipelagianas en parroquias, catequesis y grupos cristianos, sea de religiosos, sea de laicos. Harían una inversión ciertamente rentable.
La santa Doctora Teresa entiende estos problemas muy de otro modo, porque los entiende al modo católico: «aunque a nosotros nos parecen faltas, no lo son; ya sabe Su Majestad nuestra miseria y bajo natural, mejor que nosotros mismos, y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en El y amarle. Esta determinación es la que quiere; ese otro afligimiento que nos damos, no sirve de más que para inquietar el alma; y si había de estar inhábil para aprovechar una hora, lo está cuatro» (ib.). Ya dice San Juan de la Cruz que «hay muchas almas que piensan no tienen oración y tienen muy mucha, y otras que tienen mucha y es poco más que nada» (prólogo Subida 6).
El menosprecio de los débiles es uno de los aspectos más lamentables y dañinos del voluntarismo semipelagiano. El voluntarismo menosprecia a las personas de poca salud física y psicológica, de escasa inteligencia y cultura, de caracteres mal cristalizados, de inestabilidad emocional no superada. Y admira simétricamente a los hombres sanos, fuertes, estables, de firme carácter. Los juicios temerarios abundan inevitablemente en un ambiente espiritual semejante: «es un tipo formidable», «es mejor que lo dejes: con éste no hay nada que hacer», «aquél parece muy aprovechable» (esa frase la he oído yo: una persona «muy aprovechable»). El voluntarismo se avergüenza del Evangelio, que tantas veces muestra la preferencia de Cristo hacia los pequeños, hacia los que no cuentan nada para el mundo (Lc. 10,21; 1Cor 2,26-31). Los deja a un lado. No le valen. Así, al mismo tiempo, deja a un lado a Jesús, que fue «ungido y enviado para evangelizar a los pobres» (cf. Lc. 4,18).
Quedarían por describir muchos otros síntomas del voluntarismo, pero están más o menos incluidos en los ya señalados:
–Los esfuerzos activos son los que valen, los pasivos no, o no tanto. Una pobreza elegida santifica; padecida por ruina, no tanto. –Todo lo que es gratuito, sin esfuerzo, no vale, porque nada cuesta. Fuera, pues, el agua bendita, las novenas, los crucifijos en las habitaciones, las imágenes piadosas, y ya puestos, ¡la Misa dominical!… –Centrarse en la voluntad lleva necesariamente a una vida espiritual de ánimo cambiante, ánimo/desánimo. –La pobreza evangélica, todo eso de solo una túnica, no oro ni plata, tanto en la vida personal como en las actividades apostólicas, tiene valores románticos indudables; pero en la práctica es claro que hay que evitar la pobreza lo más posible. –Es mejor la riqueza de medios, hay que ser realistas: cuanto más fuerte esté la parte humana, tanto más crece el Reino en las personas y en el mundo. Por tanto, revista informativa carísima de un instituto o grupo cristiano, con estadísticas apabullantes. Liturgia con globitos, pantallas gigantes, danzas y cantautores. Evento juvenil cristiano, al modo de macro-maxi-hiper- super-show profano. Títulos académicos siempre que sea buenamente posible, y si no, también. Etc. Cuanto más y mejor, mejor. –Métodos de oración y de apostolado de segura eficacia (más o menos como los «crecepelos»), ejercitaciones de auto-ayuda, técnicas que perfeccionan tanto al hombre y al mundo que no les cuento. –Adulaciones y elogios pestilentes de «la parte humana»: los jóvenes (la esperanza de la Iglesia), las mujeres (el mundo se salvará en clave de feminización), los obreros, los teólogos renovadores, la nueva pastoral, la familia (¡la familia salvará al mundo!), etc.
Todo ese mundo voluntarista es una miseria y un enorme error multiforme, que cierra en buena medida a la gracia del Salvador. Es causa muy suficiente para la descristianización progresiva de Occidente. Sólo nos ha sido dado bajo los cielos un nombre, el de Jesús, en el que podamos hallar la salvación, una salvación por gracia divina (Hch. 4,12).
Reforma o apostasía.
José María Iraburu, sacerdote
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