–Deles duro a los pelagianos, que a mí me caen muy mal.
–Lo mismo me sucede a mí. Voy a por ellos.
Pelagianismo. Ya caractericé (56) esta herejía de Pelagio, formulada en el siglo IV: la naturaleza humana está sana, no está profundamente herida por un pecado original, y no necesita estrictamente del auxilio sobre-natural de la gracia de Cristo. Nuestro Señor Jesucristo es por tanto para nosotros causa ejemplar de la salvación, pero no causa eficiente. Optimismo antropológico: querer es poder. Devaluación consecuente de la oración de petición, de la necesidad de los sacramentos, etc. Y recordé también la rápida respuesta de la Iglesia a esta herejía, afirmando la primacía de la gracia y su necesidad continua.
El pelagianismo es una herejía permanente que, al paso de los siglos, se produce en la Iglesia con formulaciones renovadas, que son siempre «los mismos perros con distintos collares». Algunos de los errores de Abelardo (1079-1142), p. ej., eran de sentido pelagiano (Denzinger 725, 728). Los pelagianos de hoy, aunque no suelen orientar su optimismo antropológico hacia un ascetismo fuerte –como al parecer lo exhortaba Pelagio, monje ascético y riguroso–, mantienen en todo caso las tesis pelagianas fundamentales.
Arrianismo-pelagian ismo. También hice notar que arrianismo (Jesús es hombre, no Dios) y pelagianismo (no es necesario el auxilio sobre-natural de la gracia) van juntos. Ya vimos (58) que, según el P. Sobrino, cuando se considera la salvación que ofrece Jesucristo, «no se trata de causalidad eficiente, sino de causalidad ejemplar». Esa frase es una muestra en la que se comprueba que la cristología arriana lleva necesariamente al pelagianismo. Ambas herejías se exigen mutuamente. Y ambas son una gran rebaja naturalista del cristianismo, muy apta para los cristianos que ya cayeron en la apostasía o que están próximos a ella. Por eso, comprobada ya la vigencia del arrianismo dentro de la Iglesia actual (58), comprobemos ahora en ella la gran difusión del pelagianismo.
Pelagianismo silencioso. Una advertencia. Los errores arrianos cristológicos, aunque a veces también se manifiestan por silenciamientos significativos –«el P. Galot, en el coloquio [habido con el P. Schillebeeckx en la Congregación de la Fe], mantuvo que en su último libro no había encontrado la afirmación de la divinidad de Jesucristo» (57)–, suelen, sin embargo, ser manifestados por sus autores con cierta claridad, aunque a veces sea cautelosamente (niegan la preexistencia del Verbo, su igualdad con el Padre y el Espíritu Santo, ven en Jesús persona humana, etc.). Por el contrario, los errores pelagianos, presentes normalmente en estos mismos autores, no suelen declararse en formas explícitas, sino silenciando sistemáticamente la incapacidad radical del hombre para salvarse a sí mismo y su necesidad absoluta de la gracia de Cristo Salvador.
Indico, pues, los signos actuales del cristianismo pelagiano
Pecado original. Hay pelagianismo cuando apenas se predica del pecado original, o cuando se minimiza el deterioro enorme que produce en la misma naturaleza del ser humano. En el ambiente pelagiano suenan muy mal las palabras de Cristo, de San Pablo, de San Agustín, de Trento, sobre los efectos del pecado original. Suenan tan mal, que no suenan: se silencian.
Jesús: «vosotros sois malos» (Mt 12,34; Lc. 11,13), «tenéis por padre al diablo, queréis hacer los deseos de vuestro padre» (Jn. 8,44), y «yo he venido para que tengáis vida, y vida sobreabundante» (10,10). San Pablo: «todos estábais muertos por vuestros delitos y pecados… pero Dios, rico en misericordia, os dio vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados» (Ef. 2,1-5; cf. Rm. 3,23; Tit. 3,3). Trento: caído Adán por el pecado, cae el hombre en la mortalidad, y cae así «cautivo bajo el poder de aquel que tiene el imperio de la muerte [Heb. 2,14], es decir, del diablo, y toda la persona de Adán [y su descendencia] fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma» (Denz. 1511).
Los pelagianos de hoy esto no se lo creen, porque si lo creyeran lo predicarían. No se lo creen: no admiten que por el pecado original se haya producido una degradación de la misma naturaleza humana y una cautividad bajo el diablo. Explican el pecado original de modos más suaves, por condicionamientos sociales negativos. Si creyeran lo que afirma la fe católica del pecado original y de sus efectos, no pondrían tanta confianza en terapias naturales psico-somáticas, tendrían mucho más cuidado, conscientes de su propia debilidad, con las ocasiones próximas de pecado frecuentes en el mundo; de ningún modo se alejarían de la Eucaristía y de los sacramentos; se entregarían a una vida ascética según el Evangelio; practicarían la oración continua de súplica y de gratitud –Señor, te piedad; gracias, Señor–, y estarían absolutamente convencidos de que fuera del nombre de Jesús «ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvados» (Hch. 4,12).
La adulación del hombre. Si tuvieran fe en el pecado original, es decir, si no fueran pelagianos, no adularían al hombre, no incurrirían en declaraciones imbéciles: «yo creo en el hombre» –o en la juventud, o en la mujer, o en el obrero, o en el pueblo de tal nación, etc. –.
Aunque parezca imposible entre cristianos, uno cree que la clave de la renovación del mundo está en «la juventud», otro en «la mujer» –el mundo sólo puede salvarse haciéndose más femenino–, otro en «los obreros»… Pero sin Cristo Salvador, todos los hombres estamos destrozados, débiles, enfermos de muerte, cautivos del diablo: todos, los jóvenes y los viejos, los varones y las mujeres, los ricos y los pobres, los socialistas, los conservadores y los centristas. Todos estamos obligados a confesar con San Pablo: «no sé lo que hago… pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero… es el pecado que mora en mí» (Rm. 7,14-25). Ninguno tiene remedio sin la gracia de Cristo: «por gracia hemos sido salvados» (Ef. 2,5). Por el contrario, el optimismo antropológico de los pelagianos parece algo incurable. El artículo 6º de la Constitución española de Cádiz (1812) establece como «una de las principales obligaciones de todos los españoles el ser justos y benéficos»… La Carta Magna de la nación lo establece –en serio– como la máxima obligación legal.
Moralismo. Hay pelagianismo allí donde la predicación apremia casi exclusivamente la conducta moral de los hombres, pero sin aludir al mismo tiempo a la necesidad de la gracia de Cristo para afirmarse en el bien: «sin Mí no podéis hacer nada» (Jn. 15,5). Es ciertamente pelagiana la predicación que exhorta a ser laboriosos, solidarios, justos, etc., pero que da siempre por supuesto, al menos en forma implícita, que es suficiente con enseñar el bien y exhortarlo; como si después los hombres, por sí solos, pudieran ser buenos en su vida privada, y también eficaces en la transformación de la sociedad, con tal de que se empeñen en ello. Todo está en quererlo.
Hay pelagianismo cuando el cristianismo cae en el moralismo –y da igual que sea un moralismo del sexto mandamiento o sea de la justicia social; es lo mismo: eso depende solo de las modas ideológicas del siglo–, y deja a un lado los grandes temas de la fe dogmática, la Trinidad, la presencia eucarística, la necesidad de la gracia, etc. En ese planteamiento, la moral individual y social no aparecen como la consecuencia necesaria de vivir en Cristo, en la fe y en la gracia, sino como el motor decisivo de la vida cristiana. Y así, la inhabitación trinitaria, el acceso litúrgico al manantial de la gracia, la Eucaristía, la misma fe, en una palabra, el Misterio, quedan devaluados, como elementos accesorios, silenciados en la predicación y la catequesis, olvidados, no estrictamente necesarios para la salvación temporal y eterna de la humanidad.
Eticismo naturalista. Es pelagiano el cristianismo que propone «valores» morales, pero sin vincularlos necesariamente a Cristo, es decir, sin vincular a su gracia la posibilidad de conocerlos plenamente y vivirlos con perfección. Una ética naturalista, en primer lugar, no propone muchos valores morales que son preciosos en la vida del hombre, a veces los más importantes, por ejemplo, la virtud de la religión, la más grande después de las tres virtudes teologales: el deber moral de alabar a Dios, de bendecir su Nombre, de darle gracias siempre y en todo lugar. Pero es que además, en segundo lugar, cuando exhorta valores morales enseñados por Cristo, solamente enseña 1) aquellos que en buena parte son admitidos por el mundo, al menos teóricamente –verdad, libertad, justicia, amor al prójimo, unidad, paz, etc., 2) los enseña al modo según el cual el mundo los entiende, pero no en el sentido verdaderamente cristiano y evangélico, que a veces es muy distinto, y sobre todo 3) no vincula a Cristo Salvador la posibilidad de reconocer y vivir esos valores de verdad, justicia, fraternidad, unidad, paz, etc.:
El cristiano pelagiano no afirma que Cristo mismo es «la verdad», y que sin Él se pierde el hombre inevitablemente en el error (Jn. 14,6); que sólo Él «nos ha hecho libres» (Gál. 5,1); que sólo por la fe en Él alcanzamos «la justicia que procede de Dios» (Flp. 3,9); que sólo Él ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo la fuerza del verdadero amor fraterno (Rm. 5,5); que sólo Él es capaz de juntar en la unidad a todos los hombres que andan dispersos, pues para eso dio su vida (Jn. 11,52); y en fin, que solamente «Él es nuestra paz» (Ef. 2,14).
Devaluación de la gracia. Hay pelagianismo evidente en todo lo que ignore la necesidad absoluta de la gracia, en todo lo que no una siempre la oración y la acción: «danos luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla» (Or. dom. I, T.O.). «Que tu gracia, Señor, inspire, sostenga y acompañe todas nuestras obras» (Ltg. Horas, laudes I sem.)… Allí donde faltan estas convicciones primarias de la fe sobre la gracia, expresadas tan bien en la oración de la Iglesia, allí es claro que apesta a pelagianismo.
Devaluación de la oración de petición. Éste es uno de los errores del pelagianismo que, como ya vimos, más indignaban a San Agustín. ¿Para qué pedir bienes a Dios –la castidad, el vencimiento de la pereza, lo que sea– si está en nuestra voluntad conseguirlos? Por el contrario, para el Doctor de la gracia la oración de petición es como la proa de un barco, que ha de ir por delante de todo empeño ascético volitivo. «Toda mi esperanza está en tu inmensa misericordia. Da lo que mandas, y manda lo que quieras» (Confesiones X, 29,40). Ora et labora, pero el ora siempre por delante.
Devaluación de la Eucaristía y de los sacramentos. Hay pelagianismo cuando los sacramentos y el culto litúrgico dejan de ser la clave de la transformación en Cristo de hombres y de pueblos. La inmensa mayoría de los católicos «alejados» o son pelagianos o son apóstatas. Los cristianos que creen que su salvación es ante todo gracia de Cristo jamás se apartan de los manantiales litúrgicos de la gracia. Sólo se alejan crónicamente de estas fuentes los pelagianos, los que esperan salvarse por sus propias fuerzas. O los apóstatas, que ni creen en la necesidad de salvarse – ¿salvarse de qué?–, ni creen en la vida eterna, ni en nada.
Sobrevaloración de los medios. Esto es algo muy pelagiano. Ciertamente quiere el Señor en su providencia que pongamos en cada empresa los medios proporcionados al fin pretendido, según Él nos los dé. Pero no quiere que pongamos la esperanza de nuestros esfuerzos en los medios conseguidos, sino en la fuerza salvadora de su gracia.
Ahí tienen ustedes un escritor espiritual que describe en una obra de tres volúmenes los cincuenta métodos de oración más útiles para llegar pronto a la más alta contemplación –incluye técnicas respiratorias–. Dios le ampare… Esta Madre superiora nos dice, como de paso, que dos tercios de las religiosas de la comunidad tienen carrera universitaria. ¿Y qué?… Un profesor nos enseña con visible satisfacción las excelentes instalaciones de un Colegio o de una Universidad católica –biblioteca, laboratorio, aulas, piscina climatizada, etc. –, con un orgullo –orgullo corporativo, se entiende, no necesariamente personal– que nos hace temer lo peor. No es tanto la riqueza de medios lo que nos asusta, sino la confianza que vemos puesta en ellos. ¿Querrá obrar allí el Señor muchas conversiones?… Ya lo dijo Horacio, en carta a los Pisones: parturient montes, nascetur ridiculus mus («parieron los montes, y nació un ridículo ratón»)… Para un encuentro juvenil interdiocesano –exagero un poco– cinco comisiones preparan durante varios meses cuatro sedes distintas, alternativas, en las que se ofrecen catorce talleres opcionales, para los cuales se compromete a dos cantautores, cinco Obispos y trece conferenciantes notables –eran quince, pero fallaron dos–, se editan carteles grandes, medianos y trípticos, y dos CDs, se instalan pantallas gigantes, se contrata publicidad en paneles públicos, radio y televisión, etc. La comisión de economía tiene notable importancia en la preparación del Evento… Parturient montes… Se ve que no leyeron mi libro Pobreza y pastoral, o que no se lo creyeron (Verbo Divino, Estella 1968, 2ª ed.).
David dejó a un lado la coraza y las fuertes armas que Saúl le ofrecía, se fue contra Goliath con una honda y unas piedras, y le venció (1Sam 17). Jesús nació en un corral de animales, y los Apóstoles, sin alforja ni doble túnica, llevaron el evangelio a todo el mundo, siendo medio-iletrados… Está revelado que Dios suele elegir –no necesariamente– a los pobres y a los medios pobres para confundir la soberbia del mundo, y para que a Él solo se atribuya la gloria de las grandes obras de salvación (1Cor 1,20-31).
Sobrevalorizar terapias naturales. Casas de Espiritualidad, comunidades religiosas, que ofertan en sus programas una macedonia increíble de frutas espirituales exóticas: eneagrama, reiki, sofrología, técnicas de autoayuda, etc. Dejo éste y otros temas para el próximo artículo.
Una cosa está bien clara. Que hoy son muchos los ambientes católicos que apestan a pelagianismo. La vigencia actual de esta herejía ha sido denunciada desde hace muchos años con especial insistencia por el cardenal Ratzinger: «el error de Pelagio tiene muchos más seguidores en la Iglesia de hoy de lo que parecería a primera vista» (30 Días I-1991).
José María Iraburu, sacerdote
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