miércoles, 10 de febrero de 2010

VOLUNTARISMO SEMIPELAGIANO – II. VERSIONES ACTUALES. 1

–A estos voluntaristas también deles duro, que me caen muy mal.

–Pues yo tengo gran estima por muchos de ellos, y me da pena que hayan tenido deficiencias en su buena formación.

La doctrina de la Biblia y del Magisterio apostólico es muy clara: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn. 15,5). «Es Dios el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp. 2,13). «Cuantas veces obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros» (Orange II, c. 9)… Cuando se leen estas frases tan claras, parece que la realidad que afirman –otra cosa será la explicación teológica que de ella se dé– es evidente: la gracia mueve la libertad del hombre para que pueda hacer el bien, un bien que no podría hacer ella sola sin la ayuda sobrenatural de Dios.

Sin embargo, son muchos los cristianos que ignoran esta verdad tan absolutamente fundamental, y que incluso se extrañan y eventualmente se escandalizan cuando se afirma de modo explícito. Más adelante, con el favor de Dios, he de exponer con cierta amplitud la doctrina católica. Pero contrapongo ahora, en forma muy abreviada, la fe católica en la primacía y eficacia de la gracia, y el modo semipelagiano de entender estas cuestiones.

Doctrina católica. La libertad humana es causa «subordinada», que se mueve movida por la gracia de Dios, la causa principal, en la producción de la obra buena. Por tanto, la libertad es causa real de la obra buena, pero no causa autónoma, que pueda producir su objeto propio, el bien, por sí misma; sino causa creatural, segunda, subordinada, que necesita la moción de la gracia divina. Puede la libertad humana, si Dios lo permite, resistir la acción de la gracia, pecar; pero no puede ella sola hacer el bien y perseverar en él. La eficacia de la gracia es intrínseca, por sí misma, no por la co-operación de la libertad humana que, meritoriamente, consiente en ser movida por ella. Por tanto, si uno es más santo que otro, eso se debe principalmente a que ha sido especialmente amado y agraciado por Dios: el ejemplo máximo es la Virgen María. Dios ama a todos, pero ama a unos más que a otros, y no distribuye sus gracias por igual. Bien sabe uno que esta doctrina choca frontalmente con el igualitarismo falso de la cultura moderna; pero es la verdad de la fe católica.

El papa Paulo V mandó que cesaran las disputaciones entre Dominicos y Jesuitas sobre la explicación teológica de este misterio (1607). Y comunicó en 1611 al embajador español que, si la Santa Sede había sobreseído el pronunciamiento sobre esta disputa, se debía, entre otras causas, a que las dos partes estaban de acuerdo «en la sustancia de la verdad católica, esto es, que Dios con la eficacia de su gracia nos hace obrar, y hace que nosotros pasemos de no querer a querer, y dobla y cambia las voluntades de los hombres» para afirmarlas en las obras buenas salvíficas (Denz. 1997). Es la enseñanza perfectamente clara de San Pablo: «por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me concedió no ha sido estéril, sino que he trabajado yo más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1Cor 15,10-11). Y Santa Teresa del Niño Jesús, gran Doctora de la gracia, emplea las imágenes del «ascensor» y del «pincelito» para expresar la obra de Dios en su maravillosa santificación personal.

Doctrina semipelagiana. La libertad humana es causa «co-ordinada» con la gracia divina. Los semipelagianos no son pelagianos: admiten la necesidad de la gracia divina para obrar el bien. Pero entienden que el acto libre (la parte humana) concurre con la gracia divina (la parte de Dios), y así la hace extrínsecamente eficaz en la producción del bien. Dios ama a todos los hombres igualmente, ofreciendo a todos igualmente su gracia para hacer el bien, y es el mayor o menor grado de generosidad de cada persona humana lo que principalmente determina el crecimiento en la vida sobrenatural. San Roberto Belarmino, S. J., Doctor de la Iglesia, aunque adversario de ciertas tesis tomistas de los dominicos, reconoce que ese modo de pensar es inconciliable con la fe católica. ¡Y son tantos, y a veces tan buenos, los que piensan así hoy!

«Algunos [semipelagianos] opinan que la eficacia de la gracia se constituye por el asentimiento y la cooperación humana, de modo que por su resultado se llama eficaz la gracia… y obtiene su efecto porque la voluntad humana coopera. Esta opinión es absolutamente ajena a la doctrina de San Agustín [y de Santo Tomás], y en cuanto a lo que yo entiendo, incluso ajena a la doctrina de las Divinas Escrituras» (De gratia et libero arbitrio I, cp. XII; cf. F. Canals, Gracia y salvación, Anales de la Fund. Fco. Elías de Tejada, 2, 1996, 13-30).

El voluntarismo pone, pues, la iniciativa de la vida espiritual en el hombre, quedando la gracia en la condición de ayuda, de ayuda necesaria, sin duda –«sin mí no podéis hacer nada»–, pero de ayuda. Aunque los cristianos que se ven afectados por esa actitud sean con frecuencia doctrinalmente ortodoxos –no son pelagianos, ni tampoco son semipelagianos conscientes–, en su espiritualidad práctica no alcanzan a vivir del todo, es imposible, la primacía absoluta de la gracia divina, la total gratuidad de la gracia, ni tampoco son conscientes de su intrínseca eficacia. No pueden llegar a la perfecta humildad, y por tanto a la plena santidad. Ellos estiman que ir más o menos adelante en el camino de la santidad «es cuestión de voluntad»; «querer es poder», etc. A veces, más que un error doctrinal, estos desastrosos planteamientos son en ellos una desviación espiritual, debida a tres causas principales:

1. – Una mala instrucción en la fe católica. Sólo un ejemplo. El padre Severino González, S. J., a mediados del siglo pasado, en una de las colecciones de teología dogmática más difundidas, rechaza juntamente las doctrinas agustinianas, tomistas y escotistas en estas cuestiones, y mantiene que «ningún sistema que afirme la gracia intrínsecamente eficaz puede explicar su concordia con la libertad» (Sacræ Theologiæ Summa, BAC, Madrid 1953, III, tract. III, tesis 33, nn. 313 y 324). Los muchachos de esos años no leíamos esas obras académicas, pero sí leíamos no pocos libros (por ejemplo, El joven de carácter, del húngaro Tihamer Toth, 1889-1931) que, si no recuerdo mal, por ahí andaban. Querer es poder. Es cuestión de generosidad… Aquellos libros nos hicieron mucho bien, pero también ocasionaron graves daños espirituales, cuya profunda huella negativa ha permanecido siempre en algunos, por falta de verdad católica. Padre, «santifícalos en la verdad» (Jn. 17,17).

2. – Un antropocentrismo cultural ampliamente predominante, no solo en el mundo, sino también en las zonas mundanizadas de la Iglesia. El teocentrismo humilde que caracterizó tan profundamente la cristiandad antigua y medieval fue debilitándose mucho, como bien sabemos, a partir sobre todo del Renacimiento. Desde entonces, el antropocentrismo voluntarista, inevitablemente soberbio –aunque no se trate a veces de una soberbia personal, sino de especie humana– ha producido frecuentemente en los últimos siglos un cristianismo falsificado, en el que se ignora en gran medida la primacía de la gracia. Son muchos los católicos que son pelagianos –entre los no practicantes la mayoría–, y piensan que ir a la santidad está en la fuerza natural del hombre. Por eso, como no son tontos, no lo intentan, y dejan la vida cristiana. Y otros son semipelagianos –bastante numerosos entre los practicantes–, pues piensan que el bien que han de hacer procede en parte de Dios, y en parte, la más decisiva, por supuesto, de su propia voluntad libre.

3. – Un bajo nivel espiritual de sacerdotes y laicos. Entre los cristianos todavía carnales (1Cor 3,1-3), también entre aquellos que tienden con fuerza a la perfección, el voluntarismo suele ser el error más frecuente, pues si la pereza a veces, muchas veces, les daña, todavía hace en ellos peores estragos la soberbia, que unas veces es perezosa y otras activa, pero que siempre tiende a poner en el hombre la iniciativa, quitándosela a Dios, aunque sea inconscientemente.

En cambio los santos –ya lo comprobaremos– todos profesan la doctrina católica de la gracia, porque todos son perfectamente humildes. Y como dice Santa Teresa, «la humildad es andar en verdad; que es verdad muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira» (6 Moradas 10,8). Es cierto que algunos santos, en sus comienzos, cuando todavía eran carnales, andaban no poco engañados, y fueron voluntaristas por carácter personal o por una formación incorrecta; pero cuando por la gracia de Dios llegaron a una condición espiritual, todos ellos descubrieron la primacía absoluta de la gracia, pues de otra manera no hubieran llegado a la santidad. La plena santidad se da en la perfecta humildad y verdad.

Un San Ignacio, por ejemplo, cuando se convierte en Loyola leyendo Vidas de santos, se decía a sí mismo: «Santo Domingo hizo esto; pues yo lo tengo de hacer. San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de hacer» (Autobiografía 7). Por narices. Pero en cuanto va entrando en Dios y en la vida espiritual, muy pronto alcanza por don del Señor un supremo conocimiento de la gracia. Y en sus Ejercicios dispone: «pedir a Dios Nuestro Señor quiera mover mi voluntad y poner en mi ánima lo que yo debo hacer»… (17). «Aquí será pedir gracia para elegir lo que más a gloria de su divina majestad y salud de mi ánima sea» (152). Por ahí vamos mejor. Sus maravillosas reglas de discernimiento muestran claramente que en la vida espiritual la pretensión fundamental ha de ser dejarle hacer a Dios, haciendo lo que Él quiera hacer en nosotros, incondicionalmente.

La operatividad caracteriza al voluntarismo semipelagiano. Es cierto que a veces el semipelagianismo, al cifrar tanto la obra de la santificación en el esfuerzo de la voluntad libre del hombre, lleva al voluntarista a abandonar la vida cristiana. Sabiendo bien por experiencia aquello de San Pablo: «no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco. Es el pecado que mora en mí» (cf. Rm. 7, 15-19), concluye: «si así es el camino de la perfección, yo no tengo nada que hacer. Mejor será abandonar el intento». Y confiándose sin más a la misericordia de Dios –en el mejor de los casos–, pasa del semipelagianismo al luteranismo protestante.

Pero el voluntarismo semipelagiano lleva normalmente a los cristianos fieles y practicantes a una operatividad malsana. Ya sabemos, sí, que «la fe, si no tiene obras, está muerta» (Sant. 2,17). Y no olvidamos las exhortaciones de Santa Teresa: «que no, hermanas, no: obras quiere el Señor» (5 Moradas 3,11); «vosotras diciendo y haciendo, palabras y obras» (Camino Perf. 55,2). Pero en una vida espiritual católica –sinergia de gracia y libertad–, que da siempre la iniciativa a Dios y a su gracia, el florecimiento en la santidad va siempre de la persona a las obras, del interior al exterior, con paz y suavidad, aunque a veces con gran cruz. Bajo el impulso del Espíritu Santo, en gran medida imprevisible, la oración y el ejercicio de las virtudes, el cultivo de la persona, de sus modos de pensar, de querer y de sentir, la cruz de cada día, va haciéndole florecer en buenas obras, al ritmo que marca Dios, no al señalado por la propia persona o por su director espiritual o su grupo: «es Dios quien da el crecimiento» (1Cor 3,7). Hay cactus que, bien regados y cuidados, siguen espinudos y feos tiempo y tiempo, hasta que, de pronto, dan lugar a una flor maravillosa.

En el voluntarismo, por el contrario, se produce una cierta subordinación de la persona a las obras concretas. Se tira de la planta para que crezca más rápidamente, con el peligro de quedarse con ella en la mano. El crecimiento espiritual se pretende sobre todo por la prescripción –personal o ajena– de un conjunto de obras buenas, bien concretas, cuya realización se estimula y se controla con frecuencia.

Si las obras no se cumplen, vendrán juicios temerarios («soy un flojo; yo no valgo para esto»; «es un flojo; no vale, dejémoslo»; «puede, pero le faltó generosidad»). Y si se cumplen, vendrán juicios igualmente temerarios («soy un tipo formidable»; «es un tipo formidable»). Más aún. La operatividad voluntarista lleva a la prisa, que se hace crónica, y al activismo, al mismo tiempo que pone límites muy tasaditos a los tiempos de oración (personas tensas, comunidades siempre super-ocupadas). Lleva inevitablemente a la obra mal hecha, aunque la apariencia exterior de la misma sea buena. Cuantifica la vida espiritual (dos horas de oración santifican el doble que una; evidente). Da ocasión para los escrúpulos con gran frecuencia. Fija objetivos («este año tiene Ud. –o su comunidad– que conseguir al menos dos vocaciones para el Instituto, y una docena de vinculaciones de laicos»). Controla los resultados pretendidos, con mal desánimo o con peor satisfacción, según se hayan conseguido las metas. Lleva a un normativismo y a un legalismo detallista, y no advierte que leyes y normas señalan siempre obras mínimas, que no pocos voluntaristas tomarán como máximas, contentándose con su cumplimiento: todo lo que pase de ahí es para ellos exageraciones. Mediocridad congénita. «El viento [del Espíritu Santo] sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo nacido del Espíritu» (Jn. 3,8).

El voluntarismo es tremendamente insano, tanto espiritual como psicológicamente. No capta la vida cristiana como un don constante de Dios, «gracia sobre gracia» (Jn. 1,16), sino como un incesante esfuerzo laborioso del hombre. Sus errores y los daños que produce en personas y en grupos son tantos que resultan indescriptibles. Pero aquí estoy yo y, con la gracia de Dios, voy a describirlos. Querer es poder.

José María Iraburu, sacerdote

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