jueves, 6 de mayo de 2010

LA IGLESIA ES INMACULADA E IMPECABLE III.

Una civilización gobernada por el Evangelio


La Iglesia Católica terminó venciendo en virtud de la fuerza intrínseca del bien. Y poco a poco, auxiliada por la gracia divina que nunca falla, acogió a los grecolatinos decadentes y a los bárbaros germanos, los convirtió, los educó e inspiró la edificación de una civilización brillante cuyo apogeo, nunca alcanzado antes, ocurrió en los siglos XII y XIII.


En esa época, según dice el Papa León XIII, “la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”. Entonces, “la influencia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraban las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil”. De la relación armoniosa entre el poder religioso y el temporal, “la sociedad civil dio frutos superiores a toda expectativa, cuya memoria subsiste y subsistirá, consignada como está en innumerables documentos que ningún artificio de los adversarios podrá corromper u obscurecer”[51].


En este tiempo la Iglesia desarrolló la escolástica, edificó las catedrales góticas (con sus vitrales e imágenes), creó las universidades y los hospitales, impulsó las ciencias y el progreso técnico, perfeccionó las relaciones internacionales entre los estados, abolió la esclavitud, contribuyó para el progreso social, elevó la condición de la mujer, de tal modo que, en el siglo XIV, Europa había sobrepasado notablemente a los demás continentes.


Conforme resalta un estudioso del progreso técnico medieval, en aquella época, “por primera vez en la historia se construyó una civilización compleja que no se apoyaba más sobre las espaldas sudorosas de esclavos o de siervos, sino principalmente en la energía no humana”[52].


Cuanto más avanzan los estudios históricos y científicos sobre esta materia, tanto más queda demostrada tal verdad, lanzando por tierra el mito de que la Edad Media fue una era de atraso y opresión. La literatura especializada a ese respecto se ha ido multiplicando[53].


¿Por qué acusar sólo a la Iglesia?


Entretanto, siempre hay minorías disconformes con el dominio de la virtud, de la verdad y del bien, de modo que, periódicamente, la Iglesia es víctima de nuevas embestidas.


Uno de los procedimientos preferidos continua siendo el de acusar a la Iglesia precisamente de los delitos que el propio mundo no se avergüenza de cometer. ¿Cuáles son los mayores destructores de la inocencia infantil hoy en día? ¿Quién promueve una pornografía desenfrenada que no respeta ni edad, ni dignidad y que incita a cometer todo tipo de crímenes sexuales? ¿Quiénes son los que, de todos los modos, presionan a las escuelas para iniciar a los niños en prácticas inmorales? ¿Quién impulsa los cambios en las leyes, para abolir la influencia cristiana y substituirla por la del viejo paganismo? He aquí preguntas que exigen respuestas; he aquí un tema muy apropiado para un futuro estudio.


Consideremos la acusación de pedofilia. Como afirman los especialistas, basados en las indagaciones realizadas hasta ahora, la mayor parte de esos crímenes son cometidos sobre todo dentro de la propia casa, y los abusadores son principalmente los padrastros, seguidos — ¡oh tristeza! — por los padres, por otros parientes y por los amantes de las madres de las víctimas[54]. Curiosamente, nunca se vio a ningún adversario de la Iglesia pedir un estudio serio sobre la relación entre la desintegración de la familia - causa principal de la existencia de millones de padrastros - y los crímenes de pedofilia, ni exigir una investigación sobre los peligros de traer amantes a la propia casa, cuando allí residen menores.


Un detalle importante: la mayoría de los pedófilos son hombres casados. También es digno de nota que todas las religiones tienen miembros envueltos en casos de pedofilia, y algunas en proporciones gigantescas.


¿Por qué, entonces, levantar una campaña internacional solamente contra la Iglesia Católica?


Prueba inequívoca de la santidad de la Iglesia


Resaltemos una vez más: la Iglesia Católica, siempre fiel a las enseñanzas de su Fundador, fue la que hizo cesar en Occidente la práctica de la pedofilia e inspiró el horror a ella.


Por lo tanto, quien ataca a la Iglesia a ese respecto, está utilizando contra ella un valor que a ella pertenece y está implícitamente reconociendo que ella es inatacable a partir de los antivalores del mundo.


O sea, los propios adversarios están proporcionando la prueba de que la Iglesia Católica Apostólica Romana es substancialmente santa.


La Iglesia Católica censura al mundo porque éste es corrompido. Ella exige un alto nivel de comportamiento, casto y puro. Y la feroz e intensa embestida de sus enemigos, injustamente, consiste en procurar acusarla de no practicar la moral que ella misma implantó en la sociedad. A esto se resume la actual campaña publicitaria, en lo que se refiere a la pedofilia.


Más, ¿cómo hacer para incriminar a la Iglesia por las faltas de una minoría de sus miembros? En uno de los estudios más autorizados sobre el problema de la pedofilia, Philip Jenkins analiza las técnicas periodísticas utilizadas para resaltar el contexto institucional en el cual actuaron algunos sacerdotes, en vez de analizar los delitos de individuos que, por acaso, son padres [55]. Para ello, usan títulos sugestivos, juegos de palabras, términos bien estudiados, como por ejemplo: “Y no nos dejes caer en tentación”. Por su parte, programas de televisión sobre los casos de pedofilia colocan como fondo de cuadro ceremonias litúrgicas, música gregoriana, sacerdotes de sotana, de tal forma que la Iglesia queda estigmatizada como conjunto y se hace una asociación visual entre lo que es dignamente católico con la figura de sacerdotes lascivos y cínicos[56].


Ahora bien, médicos, profesores, enfermeros y otros profesionales se cuentan en gran número entre los perpetradores de crímenes de pedofilia[57], pero, ¿quién va a llegar al absurdo de acusar a todos los miembros de esas categorías y a deshonrar a una clase entera por los crímenes de una minoría?


El choque que el delito sexual de un sacerdote causa en la opinión pública - choque justificado, porque la Iglesia Católica es la única institución de la cual se espera que sus miembros sean de una pureza intachable, y que sus sacerdotes sean santos – lo saben explotar los adversarios.


La santidad substancial de la Iglesia


Ante la evidencia de que algunos sacerdotes cometen esos graves delitos, solo queda preguntar ¿cómo puede la Iglesia mantenerse santa?


En realidad, el argumento más fuerte contra la Iglesia Católica siempre fue la vida de los malos católicos. Sin embargo, no nos debe sorprender que en la Iglesia de Cristo haya miembros indignos. El propio Jesús comparó su Iglesia a la red que atrapa a buenos y malos peces (cf. Mt 13, 47-50); al campo donde la cizaña crece junto con el trigo (cf. Mt 13, 24-30); a la fiesta de casamiento, a la cual uno de los invitados se presenta sin el traje nupcial (cf. Mt 22, 11-14)[58].


No obstante, la Iglesia será siempre inmaculada, como destaca San Pablo: “Cristo amó a su Iglesia, y se sacrificó por ella. Para santificarla, limpiándola en el bautismo de agua con la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer delante de Él, llena de gloria, sin mácula ni arruga, ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada” (Ef. 5,25-27).


No sucede lo mismo con las instituciones terrenas. Siendo meramente humanas, las fallas de sus integrantes pueden desvalorizarlas. La Iglesia es la única que posee una dimensión divina; por eso, a pesar de las faltas de su dimensión humana, su substancia permanece siempre pura. Ella es santa, porque santo es su Fundador: es la inmaculada Esposa de Cristo. Apenas los hombres de la Iglesia son pecadores, mas la Santa Madre Iglesia no puede pecar.


Ella “es santa”, resalta Pablo VI, “aunque comprenda pecadores en su seno, porque no posee en sí otra vida sino la de la gracia: viviendo de su vida sus miembros se santifican; y sustrayéndose a su vida caen en pecado y en los desórdenes que impiden la irradiación de su santidad”[59]. Por lo tanto, para cualquier miembro de la Iglesia, incluyendo a los pertenecientes al clero, se aplica esta regla: se cae cuando se disminuye el amor y se afloja el compromiso para con la Iglesia.


“En esta perspectiva”, nos dice el Cardenal Biffi, Arzobispo emérito de Bologna, “queda claro que toda nuestra culpa — pequeña o grande — no constituye apenas una infidelidad al amor que nos une al Padre, menoscabo a la obra redentora de Cristo, resistencia a la acción santificante del Espíritu Santo; es además, ultraje y sufrimiento infligidos a la Iglesia. Toda incoherencia con nuestro bautismo es siempre una ingratitud para con aquella que en el bautismo nos engendró, es un atentado contra su belleza de Esposa del Señor; belleza que a los ojos humanos queda ofuscada por nuestro acto reprobable. [...] Mas nosotros, por lo menos, aunque pequemos casi como ellos, nos habituamos a pedir perdón diariamente a esta nuestra Madre queridísima por todo lo que se nos ocurre pensar, decir y hacer con ánimo no integralmente ‘eclesial’”[60].


Los pecadores no pertenecen a la Iglesia por sus pecados, dice el Cardenal Journet, “sino por lo que aún resta en ellos de dones de Dios, por los caracteres sacramentales, la fe, la esperanza teologal, sus oraciones, sus remordimientos. Ellos están como que vinculados a los justos. Se encuentran en la Iglesia provisionalmente para ser, algún día, definitivamente integrados o separados de ella. Están en la Iglesia no de una manera salvífica, mas como paralizados en lo que se refiere a sus actividades más altas y decisivas”[61].


Claro está que la Iglesia “no expulsa a los pecadores de su propio seno, sino sólo su pecado; continua manteniéndolos en sí con la esperanza de poder convertirlos. Lucha en ellos contra el pecado que cometieron”[62].


Resaltando la santidad de la Iglesia que nunca se mancha por los pecados de sus hijos, el Cardenal Journet llama la atención para su íntima relación con cada una de las tres Personas de la Santísima Trinidad: desde toda la eternidad, la Iglesia Católica es conocida y querida por el Padre. Es fundada por su Hijo, que vino para redimirnos por la cruz. Y es vivificada por el Espíritu Santo, que vino para establecer en ella, su morada. La Iglesia entera aparece, así, como el pueblo reunido a imagen de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, de unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata”[63].


La relación de la Madre de Dios con la Santa Iglesia es otro factor de santidad. El conocimiento de la verdadera doctrina sobre María será siempre una llave para comprender el misterio de Cristo y el de su Iglesia. La santidad de Nuestra Señora se refleja en la Iglesia, su virginidad, su pureza, su disponibilidad en relación a la voluntad de Dios. También los ángeles del cielo y los bienaventurados mantienen la santidad de la Iglesia, ennobleciendo el culto que ella presta a Dios[64].


Todas las obras de la Iglesia tienen por finalidad la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios[65]. Entretanto, ella no podría realizar esa finalidad si no fuese santa. De esta forma, aunque en esta tierra sea gobernada y compuesta por pecadores, ella es indefectiblemente santa, conforme lo prueban los abundantes frutos de santificación que ha producido[66]. Una vigorosa señal de esta santidad es la observancia voluntaria de los consejos evangélicos, por los cuales centenas de millares de hombres y mujeres renuncian a todo lo que podrían tener legítimamente en esta vida — familia, bienes, libertad de decisión — para imitar de modo total a Cristo Jesús[67].


La Iglesia tiene el coraje de exigir de todos sus hijos el combate contra el pecado. Muchas almas dicen “sí” a ese llamamiento; sin embargo, en general, el bien que practican permanece escondido. El mal en este mundo cuenta con una publicidad mucho mayor, pues su petulancia solicita la atención de todos. Sea como sea, hombres y mujeres de extraordinaria santidad nunca faltarán en la Iglesia[68], y es como instrumento de santificación que ella pasa por una continua renovación[69].


Resulta, pues, una gran equivocación proponer modificaciones en la estructura eclesial. “Cuando el valor del compromiso sacerdotal es cuestionado como entrega total a Dios a través del celibato apostólico y como disponibilidad total para servir a las almas”, destacaba Benedicto XVI en su venida a Brasil, “dando preferencia a las cuestiones ideológicas y políticas, incluso partidarias, la estructura de la consagración total a Dios comienza a perder su significado más profundo. ¿Cómo no sentir tristeza en nuestra alma?”[70].

(Se compartirá la última parte del informe)

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