lunes, 26 de octubre de 2009

EL CAMINO DE LA HUMILLACIÓN COMO RESPUESTA A LA ACTUAL APOSTASÍA


El 14 de Septiembre la Iglesia celebra la Fiesta de la Santa Cruz, día en el cual se recuerda el hallazgo de la verdadera Cruz del Señor en el año 320, por parte de Santa Elena, madre de Constantino. El contexto sacro que nos presenta la Liturgia de este día nos permite reflexionar sobre un tema de importancia capital: ¿Cuál es el sentido de la humillación? ¿Por qué el Mesías debía redimir al hombre a través del sufrimiento? ¿Es que Dios, a quien pertenece todo poder y a quien se debe toda gloria no podía escoger un camino más «humano», menos terrible para alcanzar este fin? Como recordaremos, los mismos apóstoles tuvieron dificultad para entender el camino de la cruz que el Señor les manifestaba. Ahora bien, también nosotros podemos preguntarnos: ¿Y nuestro mundo actual, entiende o acepta el camino de la cruz? ¿Y nosotros…, dónde estamos?

Cruz y kénosis. El misterio de la cruz está íntimamente relacionado con el de la kénosis o anodadamiento, del cual nos habla San Pablo en Filipenses, capítulo 2º. Comprender algo de lo que Dios nos ha revelado en este misterio parece esencial a nuestra vida cristiana en el mundo de hoy, a las opciones y determinaciones fundamentales que hemos de tomar de cara a la eternidad. Pero, ¿en qué consiste este misterio?

Antes de la creación del mundo —conociendo Dios la infinitud de sus atributos y perfecciones, y dado que es propio del bien comunicarse y difundirse—, ha querido Dios ejercer su liberalidad y misericordia haciendo participar fuera de si la plenitud encerrada en su divinidad. Por eso, quiso comunicarse «ad extra», para que sus criaturas pudieran gozar de los tesoros de su gloria, de manera de santificarlas, y llenarlas de perfecciones. De aquí que Dios determinase a que el Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, asumiera una humanidad santísima tomando carne y se hiciese visible como hombre. El misterio de la Encarnación conlleva en sí mismo el anodadamiento, lo que se podría llamar «despojamiento infinito» de Dios. El Verbo al asumir una naturaleza humana se rebaja, se despoja, se ano-nada (se hace casi como nada), pues el infinito entra en la limitación del tiempo y del espacio. Al nacer con un cuerpo humano, como un niño pequeño, Dios mismo sufre, llora, ríe y necesita que lo alimenten, que lo cuiden, que lo abriguen —¡Él, que ha creado, alimenta y sostiene a la creación entera! Que el Verbo hecho hombre, primogénito de toda criatura, por quien y para quien todo fue hecho haya querido hacerse tan frágil y débil como un niño recién nacido, como un joven que aprende, como un adulto que se deja humillar, es algo que nos deja perplejos y que nos debe llevar a meditar con frecuencia. La cruz constituye la culminación de este camino. Porque Cristo trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre, nos enseña el Concilio Vaticano II (GS 22). En este sentido, la Encarnación es verdaderamente una kenosis, un «despojarse», por parte del Hijo de Dios, de la gloria que tiene desde la eternidad (cf. Flp 2,6-8; 1 P 3,18).

Pérdida de la fe. El mundo occidental vive hoy lo que podría llamarse una «noche oscura del espíritu», con la diferencia respecto de los santos, de que al entrar en dicha noche, no ha mantenido la fe sino que ha sucumbido, se ha perdido. Luego de la Edad Media, la evolución del pensamiento nos ha llevado en estos últimos 7 siglos, sociológicamente hablando, a la apostasía de la fe. La autoafirmación del hombre como lo absoluto, que ya está en la base del pecado original, ha llevado a constituir la soberbia humana en lo que Karol Wojtyla llama «la anti-palabra», un sistema de pensamiento ideológico que excluye a Dios de la vida humana por principio, y, en nuestro tiempo, por principio democrático. Son muchos los que llevados por la bestia apocalíptica, han vuelto la espalda a Dios con desprecio. Y este proceso encuentra también justificaciones al interior de la Iglesia, donde se buscan soluciones de manera de poder consensuar el Evangelio con el mundo, tanto en lo doctrinal, lo litúrgico, lo moral como en la oración.

Solución: nuestro propio anonadamiento. La pregunta que nos surge de lo dicho es: ¿Qué hacer en esta hora de la humanidad? Una respuesta, de las muchas que pueden surgir, la encontramos en aquella antífona de Completas que en el Oficio divino benedictino se canta el día miércoles: «¿Nonne Deo subdita erit anima mea?» ¿Acaso no se someterá a Dios mi alma? Los tiempos actuales claman para que los cristianos testimonien con sus vidas el camino contrario que sigue el mundo. Y este camino es, junto al testimonio martirial por la verdad, el del anonadamiento. Si algo debiera caracterizar a los fieles católicos ahora es la humildad y la consiguiente obediencia a la Iglesia. Obediencia no sólo en cuestiones de fe y en leyes positivas y disposiciones disciplinares que nos venga de nuestros legítimos pastores, el obispo en comunión con el Papa, sino mucho más aun. Se trata de una actitud interior de disponibilidad, de apertura, de prontitud a una obediencia en cosas de las cuales sería incluso legítimo discrepar. Esto es lo que San Ignacio dispuso para los jesuitas mediante un 4º voto de obediencia al Papa, aunque muchos de ellos no lo recuerden.

Las palabras del gran Padre de la Iglesia, San Ambrosio nos pueden ayudar a entrar en este espíritu humilde cuando dice: … el Verbo, al hacerse hombre, se rebajó; siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9); era poderoso, y se mostró tan débil, que Herodes lo despreciaba y se burlaba de él; tenía poder para sacudir la tierra, y estaba atado a aquel árbol; envolvía el cielo en tinieblas, ponía en cruz al mundo, pero estaba clavado en la cruz; se había anonadado, pero lo llenaba todo. Descendió Dios, ascendió el hombre; el Verbo se hizo carne, para que la carne pudiera reivindicar para sí el trono del Verbo a la diestra de Dios; todo él era una llaga, pero de esa llaga salía ungüento; parecía innoble, pero en él se reconocía a Dios" (III, 8, SAEMO IX, Milán-Roma 1987, pp. 131-133).

Conversión de nuestra mente para comprender la sabiduría de la cruz. Para poder penetrar en el misterio de la cruz es necesario pedir humildemente la gracia de nuestra conversión. Debemos pedirle al Señor que nuestros criterios de juicio, nuestros valores determinantes, nuestros puntos de interés, nuestras líneas de pensamiento puedan ser evangelizados, dejando penetrar la palabra de Dios. Todos nosotros, cual más o cual menos, debemos pedir esta gracia grande de no pensar ni guiarnos por los criterios de los hombres, para evitar recibir un reproche tan tremendo como el que recibió el Príncipe de los apóstoles: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23). Es la Palabra de Dios escrita o transmitida, es decir, la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición, auténticamente interpretada por el Magisterio de la Iglesia la norma verdadera y segura de toda doctrina y comportamiento humano.

Cruz, suprema manifestación de amor y misericordia. Este proceso de conversión mental y como consecuencia, moral, puede tener momentos dolorosos, pero, a fin de cuentas, es una verdadera seducción. Es el amor del Señor lo único que puede sacarnos del espejismo en que tantas veces nos encontramos, para que nuestra mente sepa discernir la voluntad de Dios. Es el amor y sólo el amor de Dios por nosotros lo que explica el misterio de la cruz. El sufrimiento de Cristo es la suprema manifestación, la más grande del amor salvífico de Dios por nosotros. San Pablo lo dice todo en dos palabras: «Me amó y se entregó por mí…» (Gal 2, 20). Es una gran felicidad sabernos así amados por Dios. Por tanto, cuando nos visite el Señor con el sufrimiento y el dolor, no le digamos como San Pedro que eso no nos suceda, sino que, más bien, sigamos su ejemplo cuando, en aquella maravillosa mañana, junto al lago de Tiberíades, San Pedro, ahora sí convertido, seducido por el amor de Jesús, le ha dicho: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo». Recordando también las palabras que dijo el Señor a San Juan de la Cruz: «Sube a mi Cruz. Yo no he bajado de ella todavía». Que la Santísima Virgen nos alcance esta gracia. Amén.

P. Petrus Paulus Mariae Silva

No hay comentarios.: