Hace unos 19 años atrás, estando de Retiro en un Monasterio trapense, el Superior de aquella Casa tuvo a bien hacerme una confidencia sorprendente por su sinceridad. Era como confiarme un examen de su propia conciencia de cara a la Palabra de Dios. Me dijo, saliéndole muy de adentro: «Cuando leo los Evangelios, veo que a Nuestro Señor lo perseguían, lo rechazaban, lo despreciaban por todas partes». Y luego agregó con una expresión de profundo dolor: «a mí no me pasa nada de eso…». Y concluyó con verdadera compunción: «… ¡¡y ya me estoy volviendo viejo!!».
La primera lectura de este domingo XXV nos muestra la actitud de los impíos frente al justo, que obra conforme a la ley de Dios. «Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados…» (Sb. 2, 12). El justo, que es el santo, el que es fiel a Dios y a sus preceptos es molesto para el infiel, para el que obra según los criterios del mundo pecador, para quien se opone a Dios. «Lleva una vida distinta de los demás y su conducta es diferente» (Sb. 2, 15). Su sola actitud resulta odiosa, puesto que es un reproche para los hijos de las tinieblas.
En el Evangelio, San Marcos nos relata el segundo anuncio de la Pasión. Cristo va de camino instruyendo a sus discípulos y les explica: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc. 9, 31). Acto seguido aparece la actitud de los discípulos, que «no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle». Ya se ve que el anuncio de los sufrimientos del Señor era inadmisible para el universo mental que ellos tenían del Mesías, y preferían huir de este tema guardando silencio. Oír hablar de persecuciones y sufrimiento les ocasionaba cierto escándalo, como pudimos comprobarlo en el Evangelio del domingo pasado, cuando Pedro se pone a increpar a Jesús (…) al oír que Éste tenía que ser entregado a manos de las autoridades judías de su tiempo (cf. Mc. 8, 31).
A la luz de estos textos que nos regala la Sagrada Liturgia podríamos hacernos algunas preguntas que nos ayuden a la meditación. ¿Es normal que los cristianos que vivan fieles al Evangelio sufran persecución? Si es así, ¿hay excepciones? ¿Puede o debe el cristiano capitular y renegar de algunos principios para no resultar tan molesto para el mundo que le rodea, o bien para sacar adelante la causa de Cristo y de la Iglesia? Hoy, cuando todo se opone con tanta violencia a Cristo y a su mensaje de salvación, cuando el ambiente se vuelve cada vez más adverso, ¿qué actitud debe tomar el que desea ser verdaderamente fiel a Dios?
Lo primero que habría que decir al respecto es que las persecuciones y enfrentamientos con el mundo no son ninguna novedad ni debieran extrañarnos. Podemos encontrarlo anunciado a lo largo de toda la Sagrada Escritura. Ya en el Antiguo Testamento los profetas fueron atacados, perseguidos y muertos por los hombres de su tiempo, que no querían oír los reproches por su mala conducta. El pueblo de Israel se había prostituido con los falsos dioses y el llamado a la conversión, para no caer en toda clase de desgracias, les resultaba profundamente molesto. Elías, por citar un ejemplo, huye de Jezabel, que ha dado muerte a todos los demás profetas de Israel (cf. 1R., 19). Así, también encontramos innumerables pasajes que predicen los padecimientos y la muerte redentora de Cristo.
Al mirar la vida de Nuestro Salvador desde esta perspectiva, se hace manifiesta de una manera muy clara, su «vocación al martirio», un martirio que se consuma en la Cruz. El verdadero cristianismo, si quiere ser fiel a su Señor, no puede pretender encontrar un camino legítimo que lo dispense del martirio y de la Cruz. El Señor nos responde diciendo con toda claridad: Quien no toma su cruz y me sigue, no puede ser discípulo mío (Cf. Mt. 16, 24). Y San Pablo no deja lugar a dudas cuando dice: «Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones» (2 Tim. 3, 12).
Conviene recordar que el Salvador del mundo tuvo que nacer en un pesebre propio de animales, porque en la posada, es decir, en los corazones de los hombres, no se encontró un lugar para Él (cf. Lc. 2, 7). «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (cf. Jn. 1, 11). A los pocos días de nacer sufrió la persecución del rey Herodes que acabó con la muerte de los Santos Inocentes, y la Sagrada Familia tuvo que huir a Egipto. En la primera Pascua, Jesús al entrar en el Templo expulsó violentamente a quienes allí comerciaban, acusándolos de haber convertido el Templo, un lugar sagrado, en cueva de ladrones (Mt. 21, 12-13). Desde entonces lo sacerdotes del Templo lo odian, y este choque de Jesús con ellos no augura para Él grandes triunfos y prosperidades. La casta sacerdotal era muy poderosa en el Sanedrín y ante el pueblo. Denunciarla públicamente era convertirse en feroz enemigo, y esto era colocarse en grave peligro de muerte. ¿No hubiera podido proceder Jesús más suavemente, con una gradualidad más prudente, con más diplomacia o con una actitud política más correcta —diríamos hoy?
Cuando sube a Jerusalén para la segunda Pascua, en día sábado sana, en la piscina de Betesdá, a un hombre que llevaba enfermo 38 años. Allí les dice a los judíos que su creencia en Moisés debiera llevarles a la fe en Él, pero como el amor de Dios no está en ellos, lo rechazan (Jn. 5,37-47). Son palabras muy duras.
Deja Judea y viene a Cafarnaúm. Allí tampoco faltan los enemigos. Pero Jesús, una vez más no calla ante ellos. Se declara «Señor del sábado», curando en ese día a un hombre que tenía la mano seca. El evangelista agrega que los escribas y fariseos se concertaron con los herodianos en contra de Él para matarlo.
En la mitad de su segundo año de su ministerio público, predica el Sermón de la montaña, lleno de luz y de gracia. En él, sin embargo, incluye Jesús la trágica bienaventuranza de la persecución por la justicia. Y en ese mismo Sermón, Jesús se atreve a decir cosas durísimas sobre los que entonces eran guías espirituales del pueblo judío (Mt. 5, 20; 6, 16; 6, 24-26; 7, 13-14). Textos de esta naturaleza, los hay numerosos en los Evangelios, para el que tenga oídos para oírlos.
A lo largo de su vida pública, entonces, Jesús choca muchas veces con la soberbia, el formalismo y la hipocresía de los fariseos. Así queda claro que fariseísmo y Evangelio son irreconciliables. El Señor sabe que la sombra de la Cruz se proyecta cada vez más sobre su vida. Pero Él no se espanta por eso, ni lo mueve a buscar actitudes consensuadas de «adaptación» o de «equilibrio» para no perder adhesiones, ni tampoco hace cálculos humanos, ni busca lo que quiere la gente para ganárselos. Si lo hubiese hecho, es evidente, no habría muerto en la Cruz. Sencillamente hace la voluntad del Padre, esto es, ¡busca apasionadamente la salvación de los hombres, que no puede conseguirse sin decirles la verdad, y les da la verdad que puede salvarles, aun arriesgando gravemente su propia vida; ¡les dice la verdad que a ellos les dará la vida y a Él la muerte!
La historia de la Iglesia está marcada por las persecuciones por parte del mundo, que no quiere escuchar el mensaje de salvación. Desde los primeros tiempos la vida de la Iglesia está regada con la sangre de los mártires, los cuales resistieron a los ataques del enemigo y dieron su vida por Cristo y por el Evangelio. Ya lo decía el Señor en la Última Cena a sus discípulos: «Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros». Y a continuación: «Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo» (Jn. 15, 18-19).
Este texto —que no debería olvidarlo ningún cristiano, sea laico, religioso, sacerdote, obispo o cardenal—, nos ayuda a comprender por qué el verdadero cristiano sufre persecuciones hoy y siempre. Cristo, por su muerte redentora, nos ha sacado del inicuo proceder del mundo. El mensaje del Evangelio implica una conversión total, una metanoia (cambio de mente), que nos lleva a obrar de una manera diametralmente opuesta al mundo. Es por eso que quien quiera seguir a Cristo fielmente debe prepararse para ser tachado de «extremista», «cerrado», «inadaptado», «antisocial», etc. Se hará lo posible por «quitarlo de en medio», excluirlo, porque su sola presencia es ya «piedra de tropiezo» para los que concilian el Evangelio con el mundo, Evangelio y liberalismo en cualquiera de sus formas.
Ahora bien, frente a esta situación, que hoy se acentúa cada vez más por el rechazo generalizado a Dios, comprobamos con profundo dolor la creciente debilidad de los cristianos. Temerosos de verse relegados y apartados de la vida «normal», prefieren ocultar su fe o simplemente renegar de aquellos principios que confronten con el común modo de pensar y de obrar. Prefieren ahorrarse problemas y convivir «pacíficamente» con los hijos de las tinieblas (cf. Mt. 8, 12; 1 Tes. 5, 5). Estos cristianos conciliadores, «moderados», no hacen sino facilitar el avance de la apostasía del mundo, abriéndole las puertas de la Iglesia. Prefieren soportar con paciencia los horribles males de nuestro tiempo, antes que oponerse frontalmente a ellos. En palabras del Cardenal Pie, Arzobispo de Poitiers, una de las personalidades más relevantes del siglo XIX, se trata de una «generación sin principios fijos, sin doctrina definida, que no tiene voluntad y ardor sino para la negación y que finalmente está más dispuesta a sufrir el mal que a poner el remedio».
Por el contrario, los verdaderos hijos de la luz no se acobardan ante la adversidad. Saben que si a Cristo le han perseguido, no les espera a ellos menor suerte y que, al compartir sus padecimientos, merecerán compartir también la gloria de su resurrección. Escuchan y ponen por obra aquellas palabras de San Pablo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente» (Rm. 12, 2), no confiando en sus propias fuerzas, sino poniendo toda su esperanza en el auxilio de la gracia. Así lo han hecho los santos a lo largo de toda la historia, permaneciendo fieles al Señor en medio de las incomprensiones y sufrimientos. Ellos no han vivido atemorizados y tristes, sino llenos de santa alegría, seguros de heredar con Cristo la vida eterna.
Recordemos la más grande de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5, 10-12).
Pidamos al Señor, por la mediación de María Santísima, nuestra Madre, que nos conceda una humilde fortaleza. Humildad para someternos a su santa ley y fortaleza para perseverar inconmovibles en ella. Permanezcamos firmes y llenémonos de gozo cuando nos ataquen y persigan, pues hemos sido hallados dignos de padecer por el nombre de Cristo (cf. Hch. 5, 41).
P. Petrus Paulus Mariae Silva
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