domingo, 25 de octubre de 2009

EL LIBERALISMO, A PARTIR DEL SIGLO XIX, IMPONE EL NATURALISMO EN TODOS LOS ÁMBITOS

En la política y las leyes, en la cultura y la educación, en la pedagogía y el arte, en todo. Su definición es muy sencilla. El liberalismo es la afirmación absoluta de la libertad del hombre por sí misma; es la afirmación soberana de su voluntad al margen de la voluntad de Dios o incluso contra ella. Es, pues, un rechazo de la soberanía de Dios, que viene a ser sustituida por la de los hombres, es decir, en términos políticos, por una presunta soberanía del pueblo, normalmente manipulada por una minoría política, bancaria y mediática. Históricamente, el liberalismo es, pues, un modo de naturalismo militante, un ateísmo práctico, una rebelión contra Dios. Así lo describió ya muy claramente León XIII en su encíclica Libertas, de 1888. Tanto Pie como León XIII distinguen grados muy diversos en el liberalismo, que algunos cristianos, por ejemplo, profesan solamente en referencia a la vida social y política. Pero también muestran cómo la substancia del liberalismo viene a darse en todas sus muy diversas modalidades.

Por otra parte, es muy importante señalar que el liberalismo es el padre del socialismo y del comunismo. Ellos son sus hijos naturales, como Pío XI lo explica claramente en la Divini Redemptoris, de 1937. Son todos de la misma sangre: «seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gén 3,5); «no queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). El Estado liberal, socialista o comunista, como forma política y cultural impuesta al pueblo de modo suave y sutil o vilento y revolucionario, pero en todo caso diabólico, se constituye como una contra-Iglesia, apropiándose de todas las funciones del reinado de Cristo sobre la sociedad. Históricamente no surge así un Estado pagano, sino un Estado apóstata, pues nace en pueblos de secular filiación cristiana. Y no es, por tanto, un Estado neutral y simplemente laico, sino anti-cristiano, antiCristo.

Un mundo sinDios y contraDios se hace necesariamente anti-humano. Mons. Pie, en medio de un ambiente liberal tan generalizado, que afectaba a no pocos obispos, sacerdotes e intelectuales católicos, entendió perfectamente la condición tiránica congénita al naturalismo liberal, y lo que es más, se atrevió a denunciarla con toda fuerza. Vino a ser de este modo una luz en las tinieblas, y su enseñanza, lúcida y valiente, apoyó y preparó las preciosas encíclicas antiliberales de los Papas, afirmándose en su tiempo con muy pocos apoyos –uno de los principales fue el de Dom Guéranger, gran liturgista, pero también gran apologista: tanto que algunos le llamaban Dom Guerrier (Dom Guerrero)–.

Mons. Pie denuncia a un mundo moderno que quiere construirse sinDios, y por tanto contraDios, como un mundo anti-humano. «So pretexto de escapar a la teocracia imaginaria de la Iglesia, hay que aclamar otra teocracia tan absoluta como ilegítima, la teocracia del César, jefe y árbitro de la religión, oráculo supremo de la doctrina y del derecho; teocracia renovada de los paganos, y más o menos realizada ya en el cisma y la herejía, en espera de que tenga su pleno advenimiento en el reino del pueblo sumo-sacerdote y del Estado-Dios, con que sueña la lógica implacable del socialismo. Es decir, a fin de cuentas, que la filosofía sin fe y sin ley ha pasado en adelante de las especulaciones al orden práctico, se ha constituido en reina del mundo, y ha dado a luz la política sin Dios.

«La política así secularizada, tiene un nombre en el Evangelio: allí se la llama “el príncipe de este mundo”, el príncipe de este siglo (Jn 12,31; 1Cor 2,6-8), o bien asimismo “el poder del mal, el poder de la Bestia” (Ap 11,7; 13,4). Y este poder (…) con una rapidez de conquista que ni siquiera conoció el islamismo, este poder emancipado de Dios y de su Cristo, ha subyugado casi todo a su imperio, los hombres y las cosas, los tronos y las leyes, los príncipes y los pueblos» (III,515-516).

La prepotencia de la política sinDios no tiene límites. Y los católicos liberales, por oportunismo cómplice o por convicción errónea, se pliegan a ella, la aceptan y colaboran con ella, y por tanto unen sus fuerzas con la de los agnósticos y ateos para rechazar en los Estados modernos –liberales, socialistas, comunistas, dictatoriales– todo vestigio de la Autoridad divina y de la realeza de Cristo. Sin ellos hubiera sido imposible una descristianizació n del Occidente tan rápida, extensa y profunda. Y es así como nace el Leviatán moderno, la Bestia política de poder absoluto:

«Nada admite que pueda sustraerse a su tiránica dictadura. Su proyecto consiste en el sometimiento de la tierra entera a su imperio: “dixit [Nabucodonosor] cogitationem suam in eo esse, ut omnem terram suo subjugaret imperio” (Jdt 2,3)». De modo semejante, la Bestia política moderna «absorbió todo en su autocracia: religión, propiedad, autoridad paterna, corporaciones, leyes, costumbres, libertades, nada ha respetado… No deja en pie a ningún otro ídolo que a sí misma. Toda voz debe ponerse al unísono con su voz. Todo dogma, aun sobrenatural y revelado, acaba por ser un programa sedicioso si está en desacuerdo con sus teorías. Toda conciencia, aun la formada según la ley divina, debe dejarse remodelar y modificar por la conciencia y la ley de los tiempos modernos» (V,404-405).

En el mundo de la política, concretamente, el nombre de Dios se hace impronunciable –los mismos políticos «católicos» lo silencian sistemáticamente–. La Educación para la Ciudadanía será el catecismo obligatorio. Quien no reconozca, por ejemplo, que todas las variantes de la sexualidad son igualmente naturales será expulsado de la vida política –a no ser que guarde cautelosamente su convicción en un silencio absoluto–, podrá ser privado de su profesión docente e incluso penado como un delincuente. No se reconoce la posibilidad de la objeción de conciencia a un médico o a una enfermera que se nieguen a practicar un aborto. Y así sucede en tantas cuestiones. Sencillamente, es imposible que los derechos del hombre sean respetados cuando no se reconocen y respetan los derechos de Dios, en los que aquéllos hallan su defensa y fundamento.

El hombre moderno queda así despojado y embrutecido. «El orgullo humano había proclamado solemnemente la decadencia de la religión cristiana, y señalado el término próximo de su muerte. La filosofía suplantaría al Evangelio; el Estado dispensador de toda instrucción, sustituiría a la Iglesia; y el sacerdocio laico cumpliría por su parte el ministerio espiritual de las almas en lugar del viejo sacerdocio al que Cristo había dicho: “id y enseñad”» (II,117-118) . Dios ha muerto (Hegel, Nietzsche, Marx, etc.).

Los resultados históricos de estas enormes mentiras son, sin embargo, para la humanidad trágicos, brutales, degradantes, y confirman que el diablo es «mentiroso, es el padre de la mentira, y homicida desde el principio» (Jn 8,44). No se conocen en la historia siglos tan turbulentos y homicidas como los siglos XIX y XX. Millones y millones de homicidios en guerras y abortos… El hombre, rechazando la elevación deificante que le ofrece el Hijo de Dios hecho hombre, se hunde en abismos de imbecilidad y división, de fealdad, crueldad, mentira y muerte.

«Cuando la presencia de Cristo, que habitando en nosotros por la fe nos eleva a una altura divina, se debilita en nuestras almas, con ella se opaca necesariamente el rayo de luz eterna que constituye el principio de nuestra naturaleza inteligente y moral, de tal suerte que, por una correspondencia tan rigurosa como es real en Jesucristo la unión hipostática del hombre con el Verbo, allí donde el cristiano se eleva, el hombre se eleva con el cristiano, y allí donde el cristiano desciende, el hombre desciende con el cristiano. Si, pues, una sociedad dejase de ser cristiana, se vería cómo la humanidad declina, se desploma, se atrofia cada día más» (III, 635-636).

«Solo la verdad es amiga de los hombres y de las cosas. El error, como la maldad, mintiéndose primero a sí mismo, miente luego a los que seduce. Rechazando al Cristo que vino que los hombres tengan vida y la tengan con gran abundancia, toda herejía, y con mayor razón toda doctrina incrédula e impía, es ese “ladrón que no viene sino para robar, matar y destruir” (cf. Jn 10,10). (VII,216). «La maldad da muerte al malvado» (Sal 33,22).

«Bien dijo el Sabio: “vanos son por naturaleza aquellos hombres que carecen del conocimiento de Dios” (Sab 13,1)… No son verdaderamente hombres, sino sombras y fantasmas de hombres, de hombres que no se mantienen ya de pie, de hombres inconscientes, fugaces, incapaces ya de captar ni retener nada; generación condenada a la desgracia, que se limita a buscar sus salvadores entre los muertos, como si los muertos pudiesen ofrecer una esperanza de salvación. Si este pueblo es llevado cautivo, si es desmembrado, si es entregado a merced de todos los enemigos de fuera y de dentro, es porque su casa perdió la llave de toda sabiduría y el principio de toda fuerza, al perder el conocimiento de Dios» (VII,207-208) .

El mundo sin Cristo se hunde en la miseria. Con admirable lucidez, el Obispo de Poitiers describe las miserias de una sociedad naturalista, liberal, laicista, relativista, «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Y en varias ocasiones lo hace tomando del Evangelio como analogías fundamentales,

el hijo pródigo (Lc 14,11-32; V,92), alejado del padre, caído en la miseria moral, hambriento, reducido al servicio de los cerdos, y sin que nadie mire por su bien;

los ciegos y sordomudos sanados por Cristo, que no ven ni entienden la realidad, no oyen a Dios, han perdido el habla, la capacidad de comunicarse con Dios y con los hombres (VI,234-235);

la mujer encorvada, incapaz de mirar hacia arriba, con su rostro hacia la tierra, como un animal, sujeta así por Satanás dieciocho años (Lc 13,10-17; VI,138-141);

aquel muchacho endemoniado, que se tira al fuego y al agua, atormentándose a sí mismo (Mt 17,14-18; VIII,18). En este caso último, los apóstoles, por su poca fe, no han podido librarle de su cautividad diabólica. Es preciso que el padre del joven, y también los apóstoles, acudan a Cristo, el Señor, el único que tiene poder para sanar a los pecadores, ciegos, sordos, mudos y endemoniados de nuestro tiempo y de todos los tiempos.

Cuando un pueblo no da a Dios lo que le debe, es obligado a darlo todo al César, sea éste un rey o un emperador absoluto, un partido único comunista, nazi o fascista, una dictadura, o una democracia socialista o liberal, que todo lo invade, domina y regula. En el fondo, viene a ser lo mismo. Cuando un pueblo rechaza la soberanía del Señor y sacude su yugo, cuando el nombre mismo de Dios queda eliminado de la vida política y social, ciertamente cae bajo el dominio de la Bestia estatal apocalíptica. Y entonces, aquellos cristianos que acepten el sello de la Bestia en la frente y en la mano serán respetados y apreciados, vendrán a ser mundanos, es decir, apóstatas. Y aquellos otros que, con Cristo Rey, se empeñen en combatirla con la oración, la cruz y los medios que tengan a su alcance, serán perseguidos a muerte.

José María Iraburu, sacerdote

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