–Perdón que insista. Y si el enviado a predicar no predica el Evangelio ¿a qué se dedica, a tocar el bombo?
–O la trompeta. Se dedicará a cualquier aberración o inutilidad, ya que se está resistiendo al Espíritu Santo, que le fue comunicado sacramentalmente por un sucesor de los Apóstoles.
Como causas principales del silenciamiento de ciertas verdades de la fe quedaron ya señaladas en el post anterior la ignorancia, la mala doctrina, la falta de fe, la falta de esperanza. Pero consideremos también otras causas.
–El horror a la Cruz. Decía el Apóstol: «si todavía anduviera buscando agradar a los hombres, no podría ser siervo de Cristo» (Gál. 1,10). Hay predicadores muy valientes para predicar aquellas verdades –hay alguna– que el mundo aprecia, y muy cobardes para aquellas otras –muchas– que el mundo aborrece. Enviados a predicar todo el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, silencian ciertas verdades fundamentales de la fe que traen marginación o persecución, las silencian por miedo al sufrimiento. Por tanto, «no sirven a Cristo, nuestro Señor, sino a su vientre» (Rm. 16,18); obran así «para no ser perseguidos por la cruz de Cristo» (Gál. 6,12); «son enemigos de la cruz de Cristo» (Flp. 3,18). En fin, «se avergüenzan» del Evangelio de Cristo (Rm. 1,16). Y así es como el pueblo cristiano puede pecar con «buena conciencia» y seguir tranquilamente caminos de perdición temporal y eterna. Se pierden los cristianos en la apostasía. Pierden la fe sin darse cuenta siquiera.
–La herejía. Ya está señalada esta causa en lo que dije de la «mala doctrina» y de la «falta de fe». Pero añado ahora que cualquier predicador que se vea afectado por alguna herejía silencia necesariamente la verdad de la fe que esa herejía niega. El que esté engañado por el arrianismo presentará un Cristo humano, no divino. El que no crea en la posibilidad real de la condenación, jamás hará alusión alguna al infierno. Y así ocurrirá con todas las herejías. Como más adelante, en otros posts, he de hablar de las herejías actuales más frecuentes, señalo ahora breve y solamente
–los errores sobre la gracia divina, de los cuales me fijo en dos, los que hoy son más frecuentes, y que silencian muchas verdades de fe.
El pelagianismo. Aquellos predicadores que no ven al hombre como un ser herido por el pecado original en su misma naturaleza e inclinado al mal, y que por tanto necesita para salvarse el auxilio de la gracia de Cristo y de la Iglesia, nunca o casi nunca predicarán la necesidad de la conversión y la urgencia de poner los medios señalados por el mismo Dios para conseguir la vida de la gracia: oración, fidelidad a los mandatos de Cristo y de la Iglesia, sacramentos, etc. El actual modernismo progresista suele en el fondo arriano y pelagiano. Cristo es solo modelo para los cristianos, que han de salvarse con sus propias fuerzas.
El semipelagianismo. Quienes entienden que la vida cristiana está causada en parte por la gracia de Dios y en parte por el esfuerzo del hombre –causas coordinadas que concurren a la obra buena; no causas subordinadas, una principal y otra instrumental–, tienen buen cuidado de silenciar todas aquellas verdades de la fe católica que prevean como ocasiones de persecución del mundo, desprestigio y marginación. Afirmar esas verdades, suponen ellos, debilitaría «la parte humana» que colabora con Dios en la salvación del mundo. Consecuentemente, las silencian. Es decir, a la larga, las niegan.
A estas causas del silenciamiento de ciertas verdades de la fe hemos de añadir algunas otras excusas.
–No prediquemos sobre tal verdad, porque antes se predicó demasiado. Silenciemos, por ejemplo, el evangelio del pudor y de la castidad, o el evangelio que avisa del peligro de una condenación eterna, porque antes se predicó excesivamente del sexto mandamiento y del infierno. Apenas merece una refutación amplia un error tan patente. Supuesto que antiguamente éstas y otras verdades se predicaran en exceso, lo que hoy debemos hacer es predicarlas con una prudente frecuencia. Pero silenciarlas es negar el Evangelio. Y el remedio es entonces peor que la enfermedad.
–No prediquemos la más altas verdades de la fe… ni tampoco las más bajas. No prediquemos las más altas, el misterio de la Encarnación del Verbo, la inhabitación de la Trinidad en los hombres, la primacía de la gracia para toda obra buena merecedora de premio eterno, etc., porque todo eso le viene grande a nuestros oyentes. Pero tampoco les prediquemos las verdades más elementales, el pudor, la evitación de las ocasiones próximas de pecado, etc., porque si no han recibido las más altas verdades de la fe, no podrán vivir, ni siquiera entender, estas otras verdades. El sofisma es tan patente que no necesita refutación desarrollada.
Hay una conexión tan profunda entre las verdades de la fe, que todas las verdades reveladas y enseñadas por la Iglesia han de ser predicadas a los hombres. Sin predicación y catequesis suficiente sobre el pecado original, sobre la creación, la Santísima Trinidad, el diablo, el purgatorio, el pudor, la peligrosidad del mundo mundano, la función salvífica de la Virgen María, del mundo angélico, de la Eucaristía dominical, etc. no hay modo ni de entender ni de vivir la vida cristiana. No puede haber fidelidad a la gracia. No habrá vocaciones. Los matrimonios no tendrán hijos. Seguirá el absentismo masivo a la Misa dominical. Etc. Por supuesto que la prudencia pastoral aconsejará, según los casos, predicar antes o más tarde ciertas verdades. Pero el fin que ha de pretenderse desde el principio es predicar el Evangelio entero.
–Silenciemos ciertas verdades morales, 1º–dejando a los hombres que sigan su conciencia; 2º–no sea que con ellas les suscitemos problemas de conciencia, que ahora no tienen. Volviendo a un tema ya aludido en anteriores posts: no prediquemos la doctrina moral de la Iglesia acerca de la anticoncepción, 1º dejemos el discernimiento concreto de cuestión tan íntima y compleja a la conciencia de los esposos; 2º no sea tampoco que les creemos sentimientos de culpa, de los que ahora están libres. La primera respuesta va por la reductio ad absurdum:
–Cese la predicación del Evangelio en el mundo. Si ese mismo argumento se aplica a los ricos injustos, educados desde niños en familias y colegios infectados completamente de injusticia, o a los hombres de un pueblo que ve la esclavitud y la poligamia como instituciones perfectamente naturales y lícitas, etc., cesa la evangelización. Siguiendo ese planteamiento, todos los que hoy insisten, p. ej., en predicar a los ricos los deberes bien concretos de la justicia enseñados por el Evangelio y la Doctrina social de la Iglesia ¿por qué no les dejan resolver esos asuntos ateniéndose a su conciencia? Ya son mayorcitos. Y por otro lado, con esa predicación impertinente ¿no estarán suscitando en los ricos unos problemas de conciencia que ahora no tienen?
–Cristo salva al hombre fundamentalmente predicándole la verdad. Así es como, con la gracia del mismo Cristo, el hombre adámico es liberado de la cautividad del diablo, del mundo y de sí mismo. Por lo que al diablo se refiere, nada libra tanto del influjo del Padre de la mentira como la proclamación de la verdad evangélica. El Enemigo no se apodera plenamente del hombre hasta que domina por el error su entendimiento. No domina totalmente sobre la persona sometida a su influjo si sólamente logra cautivar su sensualidad, su voluntad, sus obras. Mientras la mente guarda el conocimiento y el reconocimiento de la verdad moral, siempre es posible la conciencia de culpa y la conversión, con la gracia de Dios. Pero la perdición total de la persona se produce cuando no solo su voluntad está cautiva del mal, sino cuando también su entendimiento es adicto a la mentira y, bajo el influjo del diablo, ve lo malo como bueno y lo bueno como malo. De ahí que nada tema tanto el diablo como la afirmación de la verdad. Solo «la verdad nos hará libres» (Jn 8,32). Por tanto los predicadores que silencian verdades de la fe se hacen co-laboradores del diablo, y al menos entre los cristianos, son sus más eficaces co-laboradores. Con razón decía San Pablo: «¡ay de mí, si no evangelizara!» (1Cor 9,16).
–Hay que predicar el Evangelio entero con toda la confianza que da el saber con certeza que el mismo «Espíritu de la verdad» que actúa en el predicador es el que actúa en el hombre oyente de la Palabra divina, aunque esté hundido en un pozo profundo de pecados. Vendrá luego el misterio de la predestinación, de la gracia, de la respuesta libre del hombre: «todo el que obra el mal, odia la luz, y no viene a la luz, para que sus obras no se vean denunciadas. Pero el que obra la verdad, viene a la luz, para que se manifieste que sus obras están hechas en Dios» (Jn 3,20-21). Pero a esa zona misteriosa el predicador solo llega por su oración, que nunca debe separarse de su predicación.
–Pecados materiales y pecados formales. La excusa anterior para el silenciamiento de la verdad ha de considerarse también a la luz de una distinción moral clásica. La Iglesia siempre ha distinguido entre pecados formales, que proceden de conocimiento y consentimiento plenos de la voluntad, y pecados solamente materiales, en los que se peca sin conocimiento o sin libertad suficientes. Pero también ha enseñado siempre estas tres verdades:
1ª. La búsqueda sincera de la verdad es el deber primero del hombre. Muchos hoy olvidan –en plena dictadura del relativismo– que en todo pecado hay un componente decisivo de error y de engaño del Maligno (Jn 8,43-47). La aceptación de unas mentiras diabólicas fue la causa del primer pecado del hombre (Gén. 3), y sigue siendo la causa principal de los pecados actuales. El primer deber del hombre es guardar su mente en la verdad y crecer en ella. «Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Jn. 17,3).
Por eso dice Santo Tomás: «error manifeste habet rationem peccati» (De malo q.3, 7c). Sin un error previo del entendimiento, que, presionado por el mal deseo o por el temor al sufrimiento, acepta ver lo malo como bueno, es psicológicamente imposible el pecado, el acto culpable de la voluntad. No es posible que el hombre peque, no es posible que su voluntad se lance a la posesión de un objeto malo y persevere culpablemente en esa posesión, si su entendimiento no se lo presenta como un bien. Por eso, una persona que se desinteresa completamente por la verdad, por la formación católica de su mente y de sus criterios morales (pecado formal), incurrirá después ciertamente en innumerables pecados (pecados materiales o formales).
2ª. Los pecados materiales proceden con frecuencia de los pecados formales, y a ellos conducen. Una persona, por ejemplo, que no busca la verdad (pecado formal), caerá ciertamente en innumerables pecados (materiales al menos, o también formales). «La causa de la causa es la causa del mal causado». Así lo dice un antiguo aforismo del Derecho penal romano, aplicado a la vida espiritual por San Ignacio de Loyola.
3ª. Los pecados, aunque solo sean materiales, causan terribles males. Millones de hombres mueren de hambre por el egoísmo de los Estados modernos ricos, que realmente podrían ayudarles. Cien millones son exterminados por el utopismo marxista en el siglo XX. A todos estos muertos les da lo mismo que sus asesinos –capitalistas, dictadores, socialistas, comunistas– tuvieran pecado formal o solamente material. La poligamia degrada y envilece objetivamente a las mujeres que la padecen y a los hombres que la practican, haya en esa lacra social culpas de una u otra clase. Son muchos los matrimonios que, gracias al silenciamiento de la verdad, practican habitualmente la anticoncepción sin mala conciencia; pero no por eso la anticoncepción deja de causar verdaderos estragos en el amor entre esposo y esposa, en la natalidad, en la educación de los hijos, en el bien común de la nación, en la vida de la fe y de la gracia.
–Si predicamos ciertas verdades de la fe, entristecemos la vida de los hombres, los marginamos en cierto modo de la vida del mundo secular, los reducimos a ciudadanos de segunda, etc. Otra excusa falsa y miserable. Qué aburrimiento… Les remito a lo que ya tengo escrito sobre la alegría cristiana. «¡Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador!» (Lc. 1,47).
Algunos cristiano-cretinos de hoy, cuando el rico Epulón pide a gritos: «te ruego, padre [Abraham], que le envíes [a Lázaro] a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que él los prevenga, y no caigan ellos también en este lugar de tormento» (Lc. 16,28), seguro que le dirán que se calle y que silencie esas verdades de la fe: «no sea que, al advertir a los hombres que el pecado puede conducir a un infierno eterno, se rebelen contra Dios y, considerando duro y negativo el Evangelio, rechacen a Dios y a su Evangelio».
José María Iraburu, sacerdote
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