martes, 11 de agosto de 2009

VERDADES DE LA FE SILENCIADAS

– ¿Y si aquellos que han recibido verdades de la fe y han sido enviados para predicarlas, no las predican, de qué hablan entonces al personal?

–Buena pregunta. Está claro que predicarán mentiras y tonterías vanas, incapaces de salvar al hombre. Pero lo que no está tan claro es que realmente hayan recibido las verdades de la fe. Siga leyendo, y ahora estudiamos el asunto.

Cristo salva a los hombres por la predicación de la verdad. Él ha venido al mundo «para dar testimonio de la verdad» (Jn. 18,37). Él quiere «que todos los hombres se salven, y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4). Cristo sabe que Él es «la verdad» (Jn. 14,6), la luz del mundo, y que quien le sigue «no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn. 8,12). Y pide: Padre, «santifícalos en la verdad» (17,17), es decir, santifícalos por obra del Espíritu Santo, que es «el Espíritu de la verdad» (16,13). Sabe Cristo que solo «la verdad nos hará libres» (8,32) del demonio, del mundo y de la carne, es decir, de nosotros mismos. Según todo esto, por tanto, todo silenciamiento de las verdades de la fe que nos salva impide o dificulta la salvación de los hombres. Es algo gravísimo.

Los Apóstoles, enviados a predicar el Evangelio, entendieron esto perfectamente. «El justo vive de la fe + la fe es por la predicación + y la predicación por la palabra de Cristo» (Rm. 1,17; 10,17). Ellos sabían bien que cuando se debilita o cesa la predicación de una verdad de la fe, se debilita o cesa esa convicción de fe, y consiguientemente se arruina la vida cristiana que suscita «la fe que obra por la caridad» (Gál. 5,6).

Silenciamiento del Evangelio y apostasía. Tratando en este blog de la reforma de las Iglesias locales descristianizadas, he ido señalando en varios posts, a modo de ejemplo, las consecuencias nefastas de ciertos silenciamientos crónicos: sobre salvación o condenación (8-9), pudor (10-12), predicación de la conversión en las misiones (13), adulterio (14-15), demonio y exorcismos (16-18), vida cristiana como batalla contra el diablo y victoria total de Cristo en la parusía (19-20). Pero como esos ejemplos considerados, podrían señalarse cien más, y en muchos casos se referirían a verdades de fe de aún mayor importancia. Ahora bien, es evidente que una verdad de la fe silenciada en forma absoluta durante largo tiempo equivale a una negación de la misma. Y que por tanto la causa principal de la apostasía creciente entre los cristianos es precisamente el silenciamiento de muchas verdades fundamentales del Evangelio.

Si un párroco, por ejemplo, durante veinte años nunca afirma la presencia real de Cristo en el sagrario, y pasa ante él sin hacer el menor signo de reverencia, lo quiera o no, está predicando a su feligresía que Cristo no está presente en el sagrario. Que allí no hay nadie. Más aún, hay fundamento real para sospechar que ese sacerdote no cree en la presencia eucarística de Cristo. Si creyera, la predicaría y exhortaría a los fieles a la devoción eucarística, ya que «de la abundancia del corazón habla la boca» (Lc. 6,45).

Las causas del silenciamiento del Evangelio, que conducen al pueblo a la apostasía de la fe, sea en forma explícita o implícita, deben ser conocidas y reconocidas, para superarlas con la gracia de Dios. Señalaré algunas de las más importantes. Todas, como es obvio, se relacionan entre sí y se implican mutuamente.

El desconocimiento de las verdades por ignorancia. Un cristiano, sacerdote o laico, no puede enseñar aquellas verdades de la fe que desconoce. En tiempos antiguos, en los que faltaban seminarios, institutos de catequesis, etc. ese desconocimiento tenía forma normalmente de ignorancia. Imagínense ustedes cuál sería, por ejemplo, la situación del clero en el siglo IX cuando, bajo el impulso de la reforma carolingia, uno de los concilios de Aguisgrán –creo que el de 817– determinó que no fuera ordenado sacerdote aquel que no supiera leer, al menos los libros litúrgicos. O imaginen la situación del clero rural en Francia, antes de que en aquella Iglesia se aceptaran ¡en 1615! los decretos del concilio de Trento. Conoció San Vicente de Paul (1581-1660) no pocos casos de curas que en la Misa o en la confesión balbuceaban una monserga que hacía dudar de la misma validez del sacramento. En una situación semejante, el silenciamiento de muchas verdades de la fe procede simplemente de una enorme ignorancia, muchas veces inculpable.

El desconocimiento de las verdades por mala doctrina. Pero el problema hoy es muy distinto, y sin duda aún más grave. Actualmente son innumerables los centros docentes para seminaristas, catequistas, religiosos, novios, etc. La ignorancia, pues, y el silenciamiento consiguiente de tantas verdades fundamentales de la fe católica se debe principalmente a la doctrina falsa que en esos centros se inculca con no escasa frecuencia. En ciertas Iglesias locales, especialmente maleadas en la doctrina, hallamos la fe católica genuina casi exclusivamente en un resto sencillo de fieles que, por la misericordia de Dios, se han librado de ciertos aggiornamentos doctrinales tenebrosos. O que, también por gracia de Dios, se han salvado del diluvio universal en el arca de algún movimiento cristiano fiel a la Iglesia. Es gravísimo lo que digo, pero no exagero.

Juan Pablo II, en un discurso a misioneros populares, describe en 1981 de modo semejante una situación de falsificación doctrinal generalizada: «Es necesario admitir con realismo, y con profunda y atormentada sensibilidad, que los cristianos de hoy, en gran parte, se sienten extraviados, confusos, perplejos, e incluso desilusionados. Se han esparcido a manos llenas ideas contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde siempre. Se han propalado verdaderas y propias herejías en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones, rebeliones. Se ha manipulado incluso la liturgia. Inmersos en el relativismo intelectual y moral, y por tanto en el permisivismo, los cristianos se ven tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva» (6-2-1981). El diagnóstico que hizo el Cardenal Ratzinger en su Informe sobre la fe, en ese mismo tiempo, era exactamente coincidente.

Pues bien, el Papa, al describir ese inmenso deterioro actual de la doctrina católica, no está pensando, por supuesto, en la prensa laicista, en Universidades agnósticas, en estadios deportivos, playas y teatros. Está pensando en seminarios, noviciados, facultades de teología, centros catequéticos, editoriales y librerías «católicas». En consecuencia, ¿ha de extrañarnos, pues, que no pocos Obispos, párrocos, teólogos, catequistas, religiosos, grupos laicales, que se formaron doctrinal y espiritualmente en esa situación descrita por el Papa, silencien verdades centrales de la fe? En muchos casos las silencian, sencillamente, porque no las recibieron. Por el contrario, recibieron justamente los errores contrarios. Así las cosas, lo verdaderamente admirable, lo que constituye un milagro de la bondad de Dios hacia su Iglesia, es que no pocas de estas personas perseveren heroicamente en sus ministerios, y aun habiendo recibido tan pésima formación filosófica e histórica, doctrinal y moral, espiritual y litúrgica, todavía transmitan, aunque sea con graves deficiencias, muchas veces inculpables, algunos elementos de la fe católica.

Falta de fe. «Creí, por eso hablé; también nosotros creemos, y por eso hablamos» (2Cor 4,13). Por el contrario, «no creemos y por eso no hablamos». Los silenciamientos sistemáticos de tantas verdades de la fe católica están indicando que no hay fe en esos misterios revelados por Dios y enseñados por la Iglesia. Un sacerdote, un catequista, el profesor de un colegio católico, un padre de familia, si nunca hablan de la inhabitación de la Trinidad en el cristiano en gracia, si jamás aluden a la eterna salvación o condenación, a la Providencia divina sobre lo grande y lo mínimo, al horror del adulterio o de la anticoncepción, a la urgencia de evangelizar a los incrédulos, etc. es porque no creen en esas verdades de la fe, o porque la fe en ellos es tan débil que no da de sí como para «confesarla ante los hombres» (Lc. 12,8). Veámoslo con un ejemplo:

El silencio casi total sobre la grave maldad de la anticoncepción fue denunciado por el Obispo Victor Galeone, de San Agustín (Florida, USA), en una carta pastoral (15-11-2003). Él habla porque cree en la doctrina católica. Consigna primero que el divorcio se ha triplicado, las enfermedades sexuales han aumentado de 6 a 50, crece la pornografía en todos los campos, aumenta la esterilización y la reducción extrema del número de los hijos, etc. Y declara que, a su juicio, la causa principal de todos esos males está en la anticoncepción generalizada. «La práctica está tan extendida que afecta al 90% de las parejas casadas en algún momento de su matrimonio, implicando a todas las denominaciones» (se refiere a todas las confesiones cristianas, también a la católica). «La gran mayoría de la gente de hoy considera la anticoncepción un tema fuera de discusión». Describe de modo impresionante el profundo y multiforme deterioro que la anticoncepción crónica produce en la vida de matrimonios y familias.

«Me temo que mucho de lo que he dicho parece muy crítico con las parejas que utilizan anticonceptivos. En realidad, no las estoy culpando de lo ocurrido en las últimas décadas. No es un fallo suyo. Con raras excepciones, los obispos y sacerdotes somos los culpables debido a nuestro silencio». Y concluye con algunas normas prácticas «para ir en contra del silencio que rodea la enseñanza de la Iglesia en esta área», pidiendo en el nombre de Cristo, como Obispo de la diócesis, la aplicación de ciertas normas sobre estudio de la doctrina católica, confesores, homilías, cursos de preparación al matrimonio, catequesis y escuelas superiores. Es obvio, no hay otro camino: reforma o apostasía.

Falta de esperanza. No se intenta lo que se considera imposible. No se predica para intentar superar aquellos errores y males que se consideran irrevocables. Falta conciencia en la fe de que el mismo Dios que asiste con su gracia al predicador para decir la verdad es el Dios que asiste al oyente para darle crédito. Y así se admiten como hechos consumados e irrevocables, la anticoncepción, el absentismo de la Misa, la polarización en el enriquecimiento y tantos otros pecados. Y poco o nada se predicará y se hará para superarlos con la gracia de Cristo. Sin esperanza, sin esperanza teologal –la que se pone en Dios, y solo en Cristo: «lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc. 18,27) – los males de la humanidad y de la Iglesia no tienen remedio. Ni siquiera se intenta superarlos, porque se consideran inevitables. Un ejemplo:

En amplias regiones de la Europa medieval era tan general la simonía, la compra de Obispados, Abaciatos, etc. que no causaba apenas escándalo ni en la Jerarquía apostólica ni en los fieles. No se predicaba ni se hacía nada efectivo para desarraigarla, y perduraba impunemente. Cientos y cientos de Abades y Obispos simoníacos, reyes y nobles, se apoyaban mutuamente, unidos por intereses comunes. Innumerables teólogos y canonistas callaban discretamente, «conservando sus vidas» (Lc. 9,23-24). Solo algunos hombres santos creyeron entonces, como Abraham, «contra toda esperanza» (Rm. 4,18) que Cristo Salvador quería purificar a su Esposa, la Iglesia, de un pecado tan grave y generalizado. Nicolás II (Papa, 1059-1061), San Gregorio VII (1015-1085), San Bruno (+1101), San Bernardo (1090-1153) y con ellos otros hombres de fe y de esperanza, sabiendo que se exponían a sufrir calumnias, atropellos, exilios, cárcel, emboscadas mortales, pobreza, se atreven a iniciar y a mantener una lucha total contra la bestia diabólica de la simonía. Bernardo escribe a Eugenio III (Papa, 1145-1153): «si queréis ser un fiel seguidor de Cristo, haced que se inflame vuestro celo y se ejerza vuestra autoridad contra esta plaga universal» de la simonía. Por gracia de Dios, la esperanza de estos hombres «le dejó obrar a Cristo» en su Iglesia, y la simonía fue vencida progresivamente, con la ayuda decisiva de Concilios que ellos mismos impulsaron (Romano, 1060; Guastalla, 1106; Laterano II, 1139; Laterano III, 1179; etc.).

Reforma o apostasía. Faltan hoy en nuestra Iglesia hombres audaces en la esperanza. Muchos, incluso entre los mejores, se resignan ya a una Iglesia siempre decreciente, reducida a un Resto, y a un Resto dividido, en el que hay a veces más errores que verdades, y más rebeldías que obediencias. Pues bien, sin estos hombres de esperanza no habrá reforma, no la concederá el Señor, y sin reforma, proseguirá creciendo la apostasía. Todos los males de la Iglesia –doctrinas falsas, abusos disciplinares– son perfectamente remediables, pues Dios ama a la Iglesia, la Esposa del Hijo, y es omnipotente. Es verdad que muchas veces no será posible superar esos males sin verdaderos milagros morales. Pero los milagros necesarios son normales en esa historia de la salvación que la Iglesia está viviendo hasta que vuelva Cristo. Y el Señor hace siempre esos milagros de salvación a través de cristianos creyentes y mártires. Cuando en uno de sus viajes evangelizadores estuvo Jesús en Nazaret, entre sus paisanos, «no hizo allí muchos milagros por su falta de fe» (Mt 13,58).

José María Iraburu, sacerdote

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