lunes, 23 de noviembre de 2009

CONFESORES DE LA FE, QUE COMBATEN LOS ERRORES DE SU TIEMPO

– ¿O sea que seguimos combatiendo?

– Hasta la Parusía, hasta el fin del mundo, pues siempre ha de haber herejes, cismáticos y sacrílegos.

Los santos Padres y los Concilios afirman la verdad católica y combaten los errores contrarios. Ésa es la norma tanto en Oriente como en Occidente. A veces cumplen las dos funciones en una misma obra. Lo hacen en otras ocasiones, por ejemplo, San Atanasio, en libros distintos: De Incarnatione, uno, Contra Arianos, otro. De este modo el mismo misterio de la fe es considerado en positivo y en negativo.

La historia nos muestra que muchos Concilios se reunieron para condenar herejías o reprobar herejes. El I Concilio de Constantinopla, ecuménico (381), en su canon 1º, «anatematiza toda herejía, y en particular la de eunomianos o anomeos, la de arrianos o eudoxianos, la de semiarrianos o pneumatómacos, la de sabelinos, marcelianos, fotinianos y apolinaristas». Se trataba de herejías entonces activas.

Es además tan frecuente en los Concilios reiterar las condenaciones de las herejías pasadas, que el papa Gelasio I (492-496) prohíbe esa costumbre: « ¿Acaso nos es lícito desatar lo que fue ya condenado por los venerables Padres y volver a tratar los criminales dogmas por ellos arrancados» (Cta. al Ob. Honorio). En todo caso, como las herejías siguen produciéndose al paso de los siglos, aunque a veces solo sean reformulaciones de antiguos errores, una y otra vez los Papas y los Concilios han de pronunciarse contra Orígenes, contra Prisciliano, contra los errores de beguardos y beguinas, etc. Simplemente: el número de condenaciones es igual al número de herejías.

Recordemos en esto que el papa Juan Pablo II, al presentar el Catecismo de la Iglesia Católica, publicó una constitución apostólica, Fidei depositum, que se iniciaba con las siguientes palabras: «Guardar el depósito de la fe es la misión que el Señor confió a su Iglesia y que ella realiza en todo tiempo» (11-X-1992).

Pues bien, si la Iglesia, como dice el Vaticano II, fundamenta su Magisterio siempre en la Biblia y en la Tradición (DV 7-10), ha de observar y observa fielmente esta norma tradicional. El Papa y los obispos, los sacerdotes y teólogos, todos los fieles, cada uno en su modo y medida, han de confesar la fe católica y han de combatir los errores contrarios.

Han de ser combatidos de modo especial «los errores contemporáneos». Es cierto que también las herejías del pasado, al menos las principales, mantienen siempre alguna vigencia o peligro, y deben ser rechazadas. Pero, sin duda, la mayor virulencia del error suele darse en cada época en los errores presentes, en buena parte a causa de su fascinante novedad. Los errores, cuando se hacen viejos, pierden mucho de su peligroso atractivo. Por eso, todos los fieles, y muy especialmente Obispos, teólogos y párrocos, han de estar vigilantes para apagar cuanto antes el fuego herético que pueda encenderse en algún lado, para evitar que se extienda y haga un gran incendio. Si dejan que el fuego se extienda y se haga cada vez más fuerte, puede llegar un momento en que ya el incendio no pueda ser combatido, y solo termine y se apague por sí mismo, cuando todo haya sido arrasado y no quede ya nada por consumir.

Podemos recordar el ejemplo de San Agustín (354-430). El santo Doctor, Obispo de Hipona –una pequeña diócesis del norte de África–, combatió con todas sus fuerzas los errores que en sus años amenazaban la verdad católica. En una época en que las noticias se difundían mucho más lentamente que hoy, él combatió, por ejemplo, muy duramente contra los errores que estaba difundiendo, especialmente en Roma, el monje irlandés Pelagio, estrictamente contemporáneo suyo (354-427).

Y así lo hizo, asistido por Dios, para bien de la Iglesia, aunque aquellos errores sobre el pecado original y la necesidad de la gracia sobrenatural fueran en un principio aprobados por el Obispo de Jerusalén, por el de Cesarea, por el sínodo de Dióspolis (415), e incluso por el papa Zósimo. Todos éstos, quizá mal informados, no habían descubierto todavía la gravísima malicia del pelagianismo, cuando, por otra parte, la Iglesia no había formulado aún una doctrina dogmática clara y precisa sobre esos temas. Y ejemplos como éste podrían multiplicarse indefinidamente. La impugnación de los errores presentes es un dato unánime de la Tradición católica.

Todos los santos combatieron los errores de su tiempo, al menos aquellos que por su misión dentro de la Iglesia estaban especialmente comprometidos a librar esa lucha. Todos combatieron los errores y las desviaciones morales de su tiempo, atrayendo frecuentemente sobre sí muy graves penalidades, persecuciones, exilios, cárcel, muerte. Fueron, pues, mártires de Cristo, ya que dieron en el mundo y en la Iglesia «el testimonio de la verdad» con todas sus fuerzas: sin «guardar su vida» cautelosamente; sin tener a veces el apoyo de los demás Obispos; sin esperar la declaración de un Concilio –aunque ellos lo promovían cuando era preciso–; faltos en ocasiones de la misma confortación del Obispo de Roma.

En el año 359, después de los conciliábulos de Rímini y Seleucia, escribe espantado San Jerónimo: «ingemuit totus orbis et arianum se esse miratus est» (Adv. Lucif.). En ese tiempo, efectivamente, el arrianismo, negando la divinidad de Jesucristo, había invadido gran parte de la Iglesia. Y en aquella crisis, una de las más graves de la historia de la Iglesia, fue decisivo el testimonio de la fe católica dado por unos pocos, como el Obispo de Poitiers, San Hilario (315-368) y San Atanasio (295-373), Obispo de Alejandría (328-373), que cinco veces se vio expulsado de su sede por los arrianos (335-337, 339-346, 356-363, 363, 365-366), habiendo de sufrir destierro, violencias, calumnias, desprestigios y toda clase de sufrimientos físicos y morales. Fueron fieles discípulos del Maestro crucificado y de los Apóstoles mártires. No se vieron frenados en su celo pastoral ni por personalidades fascinantes, ni por Centros teológicos prestigiosos, ni por príncipes o emperadores, ni por levantamientos populares. Y gracias a su martirio –gracias a Dios, que los sostuvo– la Iglesia Católica permanece en la fe católica.

El Oficio de lectura de la Liturgia de las Horas, en el Propio de los Santos, da una mínima biografía de cada uno. Y merece la pena señalar que, cuando trata sobre todo de santos pastores o teólogos, casi siempre recuerda, como mérito destacado, que «combatieron los errores de su tiempo». Los cito abreviadamente, y compadeciéndome de los lectores, 1º-divido el texto en cuatro cómodos párrafos, que abarcan cada uno cinco siglos y 2º-declaro no obligatoria su lectura. (Y todavía habrá alguno que se queje).

San Justino (+165; 1-VI), «escribió diversas obras en defensa del cristianismo… Abrió en Roma una escuela donde sostenía discusiones públicas. Fue martirizado». –San Ireneo (+200; 28-VI), obispo y mártir, autor de Adversus hæreses, «escribió en defensa de la fe católica contra los errores de los gnósticos». –San Calixto I (+222; 14-X), antiguo esclavo, Papa y mártir, «combatió a los herejes adopcionistas y modalistas». –San Antonio Abad (+356; 17-I), padre de los monjes, apoyó «a San Atanasio en sus luchas contra los arrianos». –San Hilario (+367; 13-I), obispo y doctor de la Iglesia, «luchó con valentía contra los arrianos y fue desterrado por el emperador Constancio». –San Atanasio (+373; 2-V), obispo y doctor de la Iglesia, «peleó valerosamente contra los arrianos, lo que le acarreó incontables sufrimientos, entre ellos varias penas de destierro». –San Efrén (+373; 9-VI), diácono y doctor de la Iglesia, fue «autor de importantes obras, destinadas a la refutación de los errores de su tiempo». –San Basilio (+379; 2-II), obispo y doctor de la Iglesia, «combatió a los arrianos». –San Cirilo de Jerusalén (+386; 18-III), obispo y doctor de la Iglesia, «por su actitud en la controversia arriana, se vio más de una vez condenado al destierro… [pues] explicaba a los fieles la doctrina ortodoxa, la Sagrada Escritura y la Tradición». –San Eusebio de Vercelli (+371; 2-VIII), obispo, «sufrió muchos sinsabores por la defensa de la fe, siendo desterrado por el emperador Constancio. Al regresar a su patria, trabajó asiduamente por la restauración de la fe, contra los arrianos». –San Dámaso (+384; 11-XII), Papa, «hubo de reunir frecuentes sínodos contra los cismáticos y herejes». –San Ambrosio (+397; 7-XII), obispo y doctor de la Iglesia, «defendió valientemente los derechos de la Iglesia y, con sus escritos y su actividad, ilustró la doctrina verdadera, combatida por los arrianos». –San Juan Crisóstomo (+407; 13-IX), obispo y doctor de la Iglesia, en Constantinopla, se esforzó «por llevar a cabo una estricta reforma de las costumbres del clero y de los fieles. La oposición de la corte imperial y de los envidiosos lo llevó por dos veces al destierro. Acabado por tantas miserias, murió [desterrado] en Comana, en el Ponto». –San Agustín (+430; 28-VIII, obispo y doctor de la Iglesia, «por medio de sus sermones y de sus numerosos escritos contribuyó en gran manera a una mayor profundización n de la fe cristiana contra los errores doctrinales de su tiempo». –San Cirilo de Alejandría (+444; 27-VI, obispo y doctor de la Iglesia, «combatió con energía las enseñanzas de Nestorio y fue la figura principal del Concilio de Éfeso». –San León Magno (+461; 10-XI), obispo y doctor de la Iglesia, «combatió valientemente por la libertad de la Iglesia, sufriendo dos veces el destierro».

San Hermenegildo (+586; 13-IV) «es el gran defensor de la fe católica de España contra los durísimos ataques de la herejía arriana… Su verdadera gloria consiste en haber padecido el martirio por negarse a recibir la comunión arriana y en ser, de hecho, el primer pilar de la unidad religiosa de la nación». –San Martín I (+656; 13-III), Papa y mártir, «celebró un concilio en el que fue condenado el error monotelita. Detenido por el emperador Constante el año 653 y deportado a Constantinopla, sufrió lo indecible; por último fue trasladado al Quersoneso, donde murió». –San Ildefonso (+667; 23-I), obispo de Toledo, hizo «una gran labor catequética defendiendo la virginidad de María y exponiendo la verdadera doctrina sobre el bautismo». –San Juan Damasceno (+mediados VIII; 4-XII), doctor de la Iglesia, «escribió numerosas obras teológicas, sobre todo contra los iconoclastas».

San Romualdo (+1027; 19-VI), abad, «luchó denodadamente contra la relajación de costumbres de los monjes de su tiempo». –San Gregorio VII (+1085; 25-V), Papa, trabajó «en la obra de reforma eclesiástica… con gran denuedo… Su principal adversario fue el emperador Enrique IV. Murió desterrado en Salerno». –San Anselmo (+1109; 21-IV), obispo y doctor de la Iglesia, «combatió valientemente por la libertad de la Iglesia, sufriendo dos veces el destierro». –Santo Tomás Becket (+1170; 29-XII), obispo y mártir, «defendió valientemente los derechos de la Iglesia contra el rey Enrique II, lo cual le valió el destierro a Francia durante seis años. Vuelto a la patria, hubo de sufrir todavía numerosas dificultades, hasta que los esbirros del rey lo asesinaron». –San Estanislao (+1079; 11-IV), obispo y mártir, «fue asesinado por el rey Boleslao, a quien había increpado por su mala conducta». –Santo Domingo de Guzmán (+1221; 8-VIII), fundador de la Orden de Predicadores, «con su predicación y con su vida ejemplar, combatió con éxito la herejía albigense». –San Antonio de Padua (+1231; 13-VI), doctor de la Iglesia, se dedicó a la predicación, «convirtiendo muchos herejes». –San Vicente Ferrer (+1419; 5-IV), «como predicador recorrió muchas comarcas con gran fruto, tanto en la defensa de la verdadera fe como en la reforma de costumbres». –San Juan de Capistrano (+1456; 23-X), sacerdote de los Frailes Menores, hizo su apostolado por toda Europa, «trabajando en la reforma de costumbres y en la lucha contra las herejías». –San Casimiro (+1484; 4-III), hijo del rey de Polonia, fue «gran defensor de la fe».

San Juan Fisher (+1535; 22-VI), obispo y mártir, «escribió diversas obras contra los errores de su tiempo». –Santo Tomás Moro (+1535; 22-VI), «escribió varias obras sobre el arte de gobernar y en defensa de la religión». Igual que San Juan Fisher, por oponerse a los errores y abusos del rey Enrique VIII, fue decapitado en 1535. –San Pedro Canisio (+1597; 21-XII), doctor de la Iglesia, «destinado a Alemania, desarrolló una valiente labor de defensa de la fe católica con sus escritos y predicación». –San Roberto Belarmino (+1621; 17-IX), obispo y doctor de la Iglesia, «sostuvo célebres disputas en defensa de la fe católica [frente a los protestantes] y enseñó teología en el Colegio Romano». –San Fidel de Sigmaringa (+1622; 24-IV): «la Congregación de la Propagación de la Fe le encargó fortalecer la recta doctrina en Suiza. Perseguido de muerte por los herejes, sufrió el martirio». –San Pedro Chanel (+1841; 28-IV), misionero: «en medio de dificultades de toda clase, consiguió convertir a algunos paganos, lo que le granjeó el odio de unos sicarios que le dieron muerte». –San Pío X (+1914; 21-VIII), «tuvo que luchar contra los errores doctrinales que en ella [la Iglesia] se infiltraban». Y a esta desmesurada lista aún habría que añadir muchísimos nombres, como el de –San Francisco de Sales (+1622), y sus «Controversias» con los calvinistas, el nombre de –Bto. Pío IX (+1878), autor del Syllabus, «o colección de errores modernos».

Por tanto, es una vergüenza que haya católicos hoy que se avergüencen de los defensores de la fe. Aquellos círculos de la Iglesia de nuestro tiempo, sean teológicos, populares o episcopales, que sistemáticamente descalifican y persiguen a los maestros católicos que hoy defienden la fe de la Iglesia y que combaten abiertamente las herejías, deben enterarse de que se sitúan fuera de la tradición católica y contra ella. Deben saber que en la guerra que hay entre la verdad y la mentira, aunque no lo pretendan conscientemente, ellos, muy moderados, se ponen del lado de la mentira y son los adversarios peores de los defensores de la verdad, pues dejan a éstos como si fueran fanáticos. Incluso cuando esos mismos moderados, en el mejor supuesto, estén entre quienes predican la verdad, también hacen daño, porque no impugnan públicamente los errores.

También hoy, sin embargo, la Iglesia tiene hijos que confiesan la fe y combaten las herejías y todas las desviaciones cismáticas o sacrílegas. Aunque sea en forma muy aleatoria e incompleta, me vienen a la memoria ejemplos muy valiosos. En primer lugar, siempre los Papas: Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI; pero también Obispos como el Card. Siri (Getsemaní), Ratzinger (Informe sobre la fe); teólogos como Cornelio Fabro, Battista Mondin, Alfredo Sáenz, Horacio Bojorge, José Antonio Sayés; historiadores como Jean Dumont, Ricardo de la Cierva; laicos muy cultos y valientes, como Dietrich von Hildebrand (El Caballo de Troya), Romano Amerio (Iota unum), Alberto Caturelli, Vittorio Messori, George Weigel (El coraje de ser católico), Michael O’Brien (El Padre Elías)… Es el Espíritu Santo quien los ha iluminado y fortalecido en la fe verdadera y en la caridad eclesial, para que den al mundo el testimonio de la verdad.

José María Iraburu, sacerdote

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