lunes, 2 de noviembre de 2009

REINO DE CRISTO Y MUNDO SECULAR


Muchos católicos de hoy no entienden nada del tiempo presente. Entienden al revés la historia de la Iglesia y la situación actual. Han asimilado lo que les han enseñado en la escuela, la Universidad, lo que les dicen políticos y periodistas, la literatura, la radio, la TV, y también los autores católicos liberales. Por tanto, están ciegos para ver el mundo presente como robado a Dios y a su Cristo, y como puesto bajo el influjo del Maligno. No acaban de enterarse de que la Bestia estatal trata de dominarlo todo, para sustraerlo cada vez más de Dios y sujetarlo más plenamente a Satanás.

Nuestro Señor Jesucristo reprocha a los judíos resistentes al Evangelio que «no saben discernir los signos del tiempo presente» (Lc. 12,56). Siglos antes, por el contrario, los judíos exilados en Babilonia sabían que estaban desterrados en un país idólatra y pagano. Y también los primeros cristianos sabían que, viviendo en el marco del Imperio Romano, habían de padecer persecuciones frecuentes y un pésimo condicionamiento mundano degradante. En cambio –y aquí está el gran error y el gran peligro– los cristianos de los últimos tiempos apenas se enteran de que viven en Babilonia, en un mundo que está en buena parte configurado y gobernado por «el Príncipe de este mundo» (Jn. 12,31), o más aún, por «el dios de este mundo» (2Cor 4,4). A estos cristianos, incluso no pocas veces a los mejores, les ha faltado la predicación verdaderamente apostólica: no se han enterado de que «el mundo todo está en poder del Maligno» (1Jn 5,19; cf. Ap. 13,1-8). Y es que la historia de la Iglesia es misteriosa, es una historia sagrada, aún más sagrada y misteriosa que la de Israel, y lo mismo que ésta, necesita hagiógrafos que la cuenten y la interpreten. Ésa fue una de las misiones bien cumplidas por el Obispo de Poitiers.

Da pena ver tantos católicos engañados. –Cuando en una revista católica se comenta un suceso horrible, describiéndolo como «un gesto de bárbaros, cruel, salvaje, indigno de una sociedad civilizada: un acto medieval, propio de una cultura retrógrada, basada en conceptos absurdos»; o –cuando un Obispo reprueba indignado ese suceso diciendo: «parece increíble que, en pleno siglo XXI, viviendo en democracia», etc.; o –cuando un político cristiano combate una ley criminal, alegando que no representa el sentir popular, y que por tanto no respeta «la soberanía del pueblo», y en otros casos semejantes, nos damos cuenta de que no pocos fieles, y también Pastores sagrados, viven completamente engañados acerca del tiempo presente.

Sencillamente: en materias políticas y sociales sobre todo, estos cristianos han asimilado a fondo no pocos errores del mundo moderno, marcado por el relativismo, el naturalismo, el liberalismo. Ya no combaten estos grandes errores, porque más o menos creen en ellos. Y esto, después de todo, no debe sorprendernos demasiado, si recordamos que ya Cristo y sus Apóstoles anunciaron abiertamente que en los últimos tiempos logrará Satanás engañar a muchos (Mt 24,24; 2Pe 3; 1Tim 4; 2Tim 3). Por eso Mons. Pie lucha con todas sus fuerzas contra el Enemigo, procurando desengañar a los cristianos, para liberarlos de él:

«Veo en la Iglesia dos clases de persecuciones: la primera, durante sus comienzos y bajo el Imperio Romano, en la que prevaleció la violencia; la segunda, al fin de los siglos, donde imperará el reino de la seducción. No quiero decir con esto que allí no habrá violencia, así como en la Roma pagana, donde predominó la violencia, no dejó de haber seducción. Pero una y otra se diferencian por lo que en ellas predomina. En la última fase se harán presentes los signos más engañosos que jamás se hayan visto, con la malicia más escondida y la piel de lobo mejor cubierta con piel de oveja» (III, 539).

Cristianismo y mundo moderno se contraponen frontalmente. Ya sabemos que esta afirmación, aun siendo evidente, hoy atrae el anatema de muchos cristianos que están engañados por los errores modernos, y que por eso mismo aborrecen el «nefando» Syllabus de Pío IX que los denuncia (1864). Pero ese enfrentamiento Reino-mundo está mil veces enseñado por la Sagrada Escritura, por el Magisterio de la Iglesia, también por el concilio Vaticano II: «a través de toda la historia humana existe una dura batalla», etc. (GS 37b; cf. 13b), y en modo alguno es una enseñanza individual del Beato Pío IX o del Obispo de Poitiers. El mérito de éstos, con pocos pero preciosos apoyos, fue que afirmaron esa verdad con gran fuerza, cuando era ignorada o negada por muchos cristianos, Pastores y teólogos. Ellos ni hicieron sino dar en el mundo el testimonio de la verdad:

«Jamás [como hoy] la lucha entre el hombre y Dios había sido más declarada, más directa. Jamás generación alguna había roto de manera más absoluta toda alianza con el cielo. Jamás una sociedad había dirigido más insolentemente a Dios esta palabra: “¡vete!” ([“vete lejos de nosotros, no queremos saber de tus caminos”] Job 21,14). El hombre ha desterrado a la divinidad del dominio de todas las cosas de la tierra, y ahora reina allí como señor» (I, 98-100).

Ante esa abominación, los fieles cristianos, que quieren que Cristo reino y que se niegan a dar culto a la Bestia, claman sin cesar: «Levántate, Señor, que el hombre no triunfe: sean juzgados los gentiles en tu presencia. Señor, infúndeles terror, y aprendan los pueblos que no son más que hombres» (Sal 9,20-21).

Muchos cristianos ignoran hoy que viven en Babilonia bajo el imperio de Satanás. Olvidando o ignorando las enseñanzas del Salvador, confían en la virtualidad salvífica, al menos relativa, de ciertas leyes, de tales partidos políticos o de algunos Organismos internacionales. Ignoran que todas aquellas fuerzas políticas y culturales que se cierran herméticamente a Cristo, y que lo combaten, están actuando bajo el poder del Príncipe de este mundo. Colaboran con ellos sin problemas de conciencia, y si es con un buen sueldo, tanto mejor y con mayor entusiasmo. Creen así en aquellos falsos mesías, que preparan el pleno advenimiento del Anticristo (Mt 24,4-5.24-25)… «Os aseguro que ya muchos se han hecho anticristos» (1Jn 2,18). «Quien no confiesa que Cristo vino en carne es seductor y anticristo» (2Jn 7). «Es anticristo quien niega al Padre y al Hijo» (1Jn 2,22). «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc. 22,53).

Estos cristianos engañados no saben que el combate actual por el Reino no es tanto contra hombres de carne, sino contra los demonios que les inspiran y sujetan, y por eso, en su lucha por un mundo mejor, no toman «la armadura de Dios» (Ef. 6,12-20). Pretenden afirmar el Reino en el mundo con revistas débiles, manifestaciones festivas, cartas al director, camisetas con lemas, concentraciones juveniles, campañas en internet, etc., acumulando así derrota tras derrota, retrocediendo siempre ante el poder avasallador del Maligno y de los suyos. Todas las actividades aludidas son buenas y bienintencionadas, pero «hay que practicar esto, sin omitir aquello» (Mt 23,23): es decir, sin omitir las rogativas, la oración de la Iglesia en tiempos de aflicción, la penitencia, el rosario, el adiestramiento familiar y catequético para estar en el mundo sin ser del mundo, y ante todo el testimonio bien claro (martirial) de la verdad de Cristo. Esos cristianos engañados, por ignorar tantas verdades, están destinados al fracaso. Cristo anuncia a sus discípulos la persecución del mundo, pero les conforta diciéndoles: «confiad, yo he vencido al mundo» (Jn. 16,33). Ellos, sin embargo, no pueden vencerlo, porque ni siquiera lo combaten; están ya previamente derrotados, porque en el fondo creen que Satanás y los suyos deben ser quienes gobiernen el mundo secular.

Los cristianos de hoy, ante todo, han de enterarse de quién les está gobernando, y han de saber que el camino actual del mundo secular lleva colectivamente a una perdición temporal y eterna. «Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz. ¡Déjenlos! Son ciegos que guían a otros ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mt 15,13-14).

«Nada es para mí en la hora actual más desolador que ver esta enorme multitud de hombres, por otra parte serios, que siguen buscando la fuente de todos los males por doquier, excepto donde está, y que siguen esperando la salvación de todo, excepto de aquello que puede conseguirla» (VII,76).

Afirmar la verdad, encender la luz en las tinieblas, es hoy la tarea más urgente de la Iglesia. Así lo entiende y lo proclama con especial empeño nuestro Santo Padre, Benedicto XVI. La perdición de los pueblos está en la negación de Dios. Abortos, divorcios, droga, criminalidad, degradación de costumbres, enfermedades mentales, vida desesperada, suicidios, fealdad del arte, ignorancia orgullosa de sí misma, lujuria generalizada, rebeldía, divisiones, nación partida en partidos, que se parten a su vez en más partidos, falsificación de la historia, negación de la propia identidad nacional, disminución tal de la natalidad que ciertas naciones se verán dominadas en unos cuantos años por los inmigrantes que ahora ocupan en ellas lugares serviles, etc.: todo eso viene de la negación de Dios y de su enviado Jesucristo. Por tanto, afirmar a Dios, a Cristo, a su Iglesia, es hoy la misión más urgente de los cristianos.

«Jamás el globo terrestre ha estado envuelto en una nube más espesa, jamás la humanidad ha caminado por caminos más sombríos y oscuros. Se diría que ha retornado el primer comienzo de la creación, cuando todo era caos y las tinieblas cubrían la superficie del abismo, no habiendo Dios aún separado las tinieblas de la luz. En pleno día dudamos, tanteamos, tropezamos como en la noche… Y los conductores de los pueblos, más ciegos aún que aquellos a quienes conducen, no logran sino precipitarnos con ellos en una misma fosa» (VIII, 167).

Ya vimos que estas mismas verdades eran ya afirmadas en el siglo XVII por santos como La Colombière y Grignion de Montfort (post 4). Pues bien, hoy son verdades más verdaderas, si cabe, pero mucho más silenciadas. Entonces podían decirse, hoy no. Al menos, casi nadie las dice, temiendo verse proscrito.

«Toca a nosotros proclamar más alto que nunca que “no hay sino un solo Nombre bajo el cielo en el que los hombres pueden ser salvados, el nombre de Jesús” [Hch. 4,12]… Toca a nosotros proclamar que el cristianismo es inmutable, y que la Revolución que cambió la faz social de Francia y de una parte del mundo, no ha cambiado nada de la obligación positiva en que están todos los hombres de conocer y practicar la religión sobrenatural y divina, única que puede obrar la salvación de las almas» y de los pueblos (III, 199). «Volved a colocar la verdad sobre su pedestal; enseguida habrá numerosos hombres, y no tendréis otro problema que el de elegir a alguno de ellos», para que guíe a los otros (VII, 260). Ocurre como en los tiempos de la ruina del Imperio Romano: «Romanus orbis ruit, et tamen cervix nostra erecta non flectitur [cae en ruinas el Imperio, pero se mantiene erecta nuestra cerviz] (San Jerónimo). Llenos de horror por el mal, tenemos aún más horror por el remedio. Y porque no estamos dispuestos a suprimir la causa de la enfermedad, la enfermedad es incurable» (VII, 76-77).

El reinado social de Cristo es el único plan válido para los pueblos. Todos los otros planes llevan a perdición. Sin embargo, abrumados muchos cristianos por el poder generalizado de Satanás sobre el mundo, se pliegan a ese poder, lo aceptan al menos como inevitable, admiten como irremediable que el poder del Maligno impere sobre el mundo, llegan a pensar que el cristianismo es aplicable solo a personas y familias, o a pequeñas comunidades, pero no a la sociedad. Estiman piadosamente que, por permisión de la Providencia divina, «el mundo todo está bajo el Maligno» (1Jn 5,19), y que no pueden cambiarse los planes de Dios.

Pero «decir que Jesucristo es el Dios de los individuos y de las familias y no el Dios de los pueblos y de las sociedades, es decir que no es Dios. Decir que el cristianismo es la ley del hombre individual, y no la ley del hombre colectivo, es decir que el cristianismo no es divino. Decir que la Iglesia es juez de la moral privada y doméstica, y que nada tiene que ver con la moral pública y política, es decir que la Iglesia no es divina» (VI, 434).

Estos cristianos, que aceptan el naturalismo liberal, consideran quizá que la Europa de Carlomagno, de San Luis de Francia, de San Fernando de España, de San Esteban de Hungría, de los Reyes Católicos fue un sueño pasajero, y que sería una exageración afirmar la histórica realidad milenaria de la Cristiandad (cf. P. Alfredo Sáenz, S. J., La Cristiandad. Una realidad histórica, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005). No combaten, consecuentemente, al Enemigo del género humano, considerándolo invencible, sino que se concilian con él, buscando un lugar favorable en su Imperio siniestro. Todo intento de evangelizar el mundo en su vida social y política sería irrealizable, y por tanto vano, inútil, malo, incluso perjudicial para la Iglesia.

Pero «nada hay de quimérico en el programa [del Evangelio] al que se deben tantos beneficios de primer orden. Lo que es de verdad quimérico, lo que es irrealizable, es el programa de la Revolución, no el de la Iglesia. Cuando la Iglesia pone sus principios, aun cuando impliquen una perfección que no será jamás alcanzada en la tierra, quiere sus consecuencias, todas sus consecuencias. Cuando la Revolución pone sus principios, no quiere sino una parte de sus consecuencias; frena, encadena las consecuencias demasiado generales y extendidas; la consecuencia extrema y total sería el infierno. La Revolución no puede y no quiere ser lógica hasta el fin. La Iglesia puede y quiere serlo siempre: nada en el mundo es más práctico y menos quimérico» (V, 189).

Supongamos el caso imposible de un pueblo que viviera cabezabajo, con los pies por alto, y que en consecuencia estuviera abrumado por males innumerables. De poco serviría que les lleváramos medicinas, alimentos, ropa, etc., si no cumpliéramos con aquellos pobres hombres la caridad más urgente: decirles que se pusieran de pie, con la cabeza arriba y los pies en la tierra. Solo la verdad podría liberarlos de sus miserias. Habríamos, pues, de advertirles bien claramente que, si no lo hacían, de ningún modo podrían superar sus males; habríamos de gritarles que, de seguir cabeza abajo ¡no tenían remedio! Y en el supuesto de que, obstinados en su error, no nos quisieran creer, nada nos eximiría del deber fraterno de «darles el testimonio de la verdad», una y mil veces. Ésa fue la norma del Obispo de Poitiers, y ésa es la norma de Cristo y de todos los santos.

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